La editorial Era publicó en 2013 Vestigios, de Javier Sicilia. Es el último —literalmente “el último”— libro de poesía que este poeta piensa publicar. Cuando su hijo Juan Francisco fue asesinado, Javier se encontraba en Filipinas y ahí recibió la trágica noticia. Entonces compuso el breve poema con el que cierra Vestigios y en donde anuncia paradójicamente su abandono a la poesía y su exilio en el silencio. Alguien calla, como lo ha dicho el propio Javier, porque ya no existen las palabras, porque se enfrenta a lo incomunicable. Los poetas, dueños de la palabra, portadores de mundos hechos de palabras, renuncian de forma radical a su vocación cuando incidentalmente penetran territorios inefables, ya sea el mal absoluto o el amor absoluto.
La renuncia de Javier a la poesía es
lamentable. Los poemas que componen Vestigios
evocan la religiosidad doliente y contestataria que tanto ha caracterizado la
obra poética de este católico disidente. Este libro es particularmente
importante, no sólo porque marca el final de la obra poética de Javier Sicilia.
Es importante porque nos encontramos con un poeta de gran madurez que, a través
de versos espléndidos, demanda la presencia de un dios escondido en un mundo
carcomido y devastado por la violencia humana. Vestigios, como es lógico, es un libro de poemas muy íntimos. El
poema con que finaliza el libro expresa el dolor, la angustia y la penumbra en
la que Javier ha vivido desde su pérdida, y desde que decidió dar voz a las
miles de personas que también han perdido a sus seres queridos en nuestro
vergonzoso clima de violencia. No faltarán, estoy seguro, el rechazo y las
críticas contra el libro. Javier es un personaje que de las márgenes pasó a
convertirse en un crítico y activista cuyas posturas, muchas veces radicales,
resultan incómodas. Independientemente de las simpatías y aversiones que Javier
Sicilia pueda despertar ha de admitirse que la violencia en México, detonada
durante el sexenio de Felipe Calderón, tiene dos momentos: antes y después de
Sicilia. Antes, ‘los muertos’ no eran más que cifras, componentes de las
estadísticas reportadas por el gobierno y los medios. Desde la aparición de
Sicilia, esas cifras abstractas, adquieren una voz y entonces las experiencias
de dolor comienzan a formar parte de la narrativa nacional. ‘Los muertos’ son
personas, no son números: tienen rostros y tienen una biografía. La presencia
de Sicilia es incómoda, especialmente para la pequeña burguesía y las esferas
de poder, porque se ha encargado de mostrar que el “mal” no es una abstracción,
el mal es real. A muchos —quienes se sienten todavía ajenos y lejanos al estado
de emergencia en el que se encuentra este país— les molesta que alguien se
atreva a sugerir que los muertos han muerto en verdad.
Varios se han preguntado por qué
optar por el silencio. Javier ha respondido: “la respuesta está en el poema que
escribí a mí hijo cuando me enteré de su asesinato”. El silencio es una
respuesta a la inhumanidad. Así como Theodor Adorno sostenía que escribir
poesía después de Auschwitz era un acto bárbaro, Sicilia ha declarado en muchos
foros que cuando el exterminio de personas —sean judíos, mexicanos o latinoamericanos—
se vuelve algo habitual, no resta sino sumirse en el abismo de la oscuridad. Ha
dicho Javier: “Auschwitz, contra lo que podría pensarse, no es asunto de
números, sino de intensidad: forma parte de cualquier víctima que
repentinamente es golpeada por el mal y el imperio de su no significación. Cuando
el mal cayó en mi vida de manera brutal en el asesinato de mi hijo Juan
Francisco y de sus amigos, el silencio se me impuso de inmediato. Ante esa
experiencia —la muerte de un hijo—, para la cual los milenios de humanidad no
han podido crear una palabra que la contenga, las cosas dejaron de resonar en
mi interior como si estuvieran vacías. Lo único que había allí, que continúa
estando allí, es, como lo he escrito varias veces, “una sensación de desarraigo
de la vida que se parece a (un estado atenuado de) la muerte y que resuena en
la carne como un sufrimiento físico en donde falta el aire y duele el corazón;
una especie de desorden biológico y psíquico (producido) por la liberación
brutal de un amor cuyo objeto (me había sido) brutal e injustamente arrancado y
(…) cuyo ultraje” me había abierto, en medio de la impotencia, a un vacío tan
oscuro como la muerte misma”.
¿Qué puede decirse ante la
experiencia del mal? No resta sino el insondable silencio. Parece entonces que
la poesía no tiene sentido. En una de las presentaciones de Vestigios, Javier hacía notar que a lo
largo de las caravanas que emprendió hacia el norte y sur del país, e incluso
hacia Estados Unidos, cada uno de sus discursos comenzaba citando los versos de
algún poeta. Y ésa era la clave para entender su mensaje. Sin embargo, nadie lo
entendió. Ningún medio de comunicación hizo alusión a los poetas —salvo cuando
citó a Bob Dylan. Eso es una prueba, decía Javier, de que los poetas ya no son
escuchados, de que los poetas, tal como sostuvo Hölderlin, no tienen sentido en
tiempos de miseria. Si el mundo se olvida de la poesía, ello es signo de que se
ha extraviado en el mal y en la brutalidad. Es por ello que el exilio en el
silencio resulta tan inquietante: es el triunfo de la barbarie, algo
profundamente desesperanzador.
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