¿A quién le importan los libros? En estos tiempos y en este país a casi nadie. En tiempos antiguos, aunque por otras razones, ni la escritura ni la lectura eran actividades nucleares en la sociedad. Ni Sócrates ni Diógenes de Sinope escribieron obra alguna y, sin embargo, son filósofos ejemplares. La escritura, según Sócrates, es una prótesis del pensamiento, de la memoria. La oralidad —la conversación— es preferible. La letra mata. La palabra, en cambio, es vida. Hacia la parte final del Fedro de Platón puede leerse el conocido mito de Theuth y Thamus donde se relata cómo habría llegado la escritura a nosotros. Theuth, el dios que había descubierto el número y el cálculo, la geometría y la astronomía, el juego de damas y el de los dados, también descubrió las letras, y se las ofreció a Thamus, rey de Egipto, como un residuo firme para la memoria: “Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”. Pero la realidad, bien se percata el rey, es que las letras —la escritura— no fortalecerán la memoria de los hombres sino que, todo lo contrario, conducirán a su descuido y fomentarán la sabiduría aparente: la escritura paralizará la mente y la memoria. La oralidad, en contraste, es pensamiento vivo. Pero por otra parte, este mito advierte cómo el uso de la escritura será indispensable: ¿no es hasta cierto punto verdad que la escritura ha permitido que las palabras permanezcan a lo largo del tiempo? Sócrates admitirá —aunque no deja de ser el retrato platónico del Fedro— que la escritura podría ser un canal adecuado para la transmisión del pensamiento.
Platón
es de alguna manera el iniciador de la filosofía escrita —o al menos nos hemos
visto obligados a considerarlo de este modo, pues no conocemos sino fragmentos
de los presocráticos. También es, como lo advierte Gabriel Zaid en De los libros al poder, uno de los
primeros en asociar la escritura al poder, en creer erróneamente que quien
estudia —la “gente de libros”— es superior y, por tanto, debe gobernar; es
además, según la interpretación quizá discutible del mismo Zaid, uno de los primeros
en disociar la teoría y la práctica, y en creer que ésta se subordina a aquélla.
Sócrates y Platón resultan figuras un
tanto antagónicas si se piensa cuál es su visión sobre la escritura: mientras
que el primero no escribe, no busca el poder ni le importa cambiar la ley, el
segundo escribe y busca transformar el mundo de la política desde su República. Platón, sí, fracasó como un
hombre de acción. No obstante, es cierto que su visión elitista de la sabiduría
pasaría a la posteridad: la cristiandad produjo cantidad de tratados
teológicos, jurídicos y políticos para instaurar, asentar e institucionalizar
de forma escrita la doctrina de Jesús, un no escribiente; en la misma tradición
platónica, el renacimiento produjo utopías como las de Moro y Campanella. Con
la imprenta los libros adquirieron mayor popularidad. Junto al nacimiento del
libro impreso coinciden, afirma Zaid, el surgimiento del protestantismo con su libre
lectura de las Sagradas Escrituras, y además emergen las primeras profesiones
liberales que representaron el non
serviam intelectual. Estos tres acontecimientos favorecieron la aparición
de lo que en varios de sus ensayos Zaid ha denominado “cultura libre” —no
jerárquica, descentralizada y crítica; promotora de la conversación y la
tertulia; allegada al mundo de los libros, los libreros y los editores; sin
autoridad, porque la única ha de ser el autor y el lector inteligentes.
La
cultura libre ve con suspicacia —y razón no le falta— la administración de la
cultura a manos de instituciones públicas y privadas, pues éstas no entienden
la cultura como algo valioso en sí mismo sino más bien la usan como un pretexto
para construir aparatos burocráticos y ejercer grandes presupuestos de manera
poco inteligente, para traficar influencias y acceder a ciertos puestos, en
pocas palabras, como un espacio más de empoderamiento. Pero entonces, ¿a quién
le importa verdaderamente la cultura? ¿A quién le importan verdaderamente los
libros, los que valen la pena? No a cierta clase trepadora y oportunista que
por mucho tiempo ha secuestrado la cultura en nuestra país. Le interesa a una
minoría: a quienes en verdad creen, como Zaid, que la cultura no es propiedad
de ninguna institución —ni gubernamental, ni eclesiástica, ni universitaria— y
mucho menos de algún grupúsculo ideologizado; a quienes fomentan la desprofesionalización
de las humanidades y aspiran a la creación de comunidades libres —y
libertarias—, críticas, pensantes, dispuestas al diálogo y a la conversación.
Pero para ello, como ha insistido Zaid, la cultura y su administración no deben
confundirse.
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