martes, 17 de febrero de 2015

Islam, islamismo, islamofobia: delimitación terminológica




En París la razón puede más que el fanatismo, por grande que éste pueda ser,
mientras que en provincias el fanatismo domina siempre a la razón.

Voltaire


Gallimard, una de las editoriales francesas de mayor prestigio, ha decidido reeditar el Tratado sobre la tolerancia de Voltaire. Se dice en los suplementos culturales de diversos diarios que a raíz de los atentados contra los caricaturistas de la revista Charlie Hebdo, se ha renovado el interés de los franceses en las ideas políticas de Voltaire. Hay quienes dicen, incluso, que el tratado en cuestión ya es un best seller. Publicado en 1763, el Tratado sobre la tolerancia insiste en la incompatibilidad entre “tolerancia” y “fanatismo” por una parte y, por otra, entre “razón” y “superstición”. La razón conduce a la tolerancia, mientras que la superstición es la causa del fanatismo. Esta especie de “axioma”, si es que puede llamársele así, aparece también en el Discurso preliminar (1748) de La Mettrie, en el Contrato Social (1762) de Rousseau, y Voltaire insiste en él no sólo en su Tratado sobre la tolerancia sino también en su Diccionario Filosófico (1764). Tres premisas esenciales aparecen recurrentemente en la literatura producida en tiempos del iluminismo francés: (1) la intolerancia es el rasgo característico de las religiones, especialmente del cristianismo (en nuestros tiempos se resaltaría, sin lugar a dudas, el islam); (2) la intolerancia es la causa principal de la desintegración y la violencia social; (3) la única prohibición que ha de existir en una sociedad verdaderamente libre es la intolerancia.   

A pesar de lo incómodas que las religiones pueden resultar, las sociedades liberales se han decantado, en general, por la defensa del pluralismo y la coexistencia entre distintos credos y formas de pensar. En consecuencia, en dichas sociedades la libertad de culto y la libertad de conciencia son valores tan importantes como la libertad de expresión. El tratamiento de los sectores religiosos y el modo en que los gobiernos se relacionan con ellos siguen siendo, sin embargo, temas delicados, problemáticos y el origen de muchos conflictos. Inquieta en las esferas políticas de varios países europeos —sobre todo los de gran tradición laicista— y en muchos medios de comunicación, el “factor islámico”. Eventos como el asesinato de los caricaturistas de Charlie Hebdo se suman a muchos otros dramáticamente inquietantes y reprobables en los que el factor islámico se combina con muchos otros aspectos de distinto orden —sociológico, económico, político y cultural. El asesinato de los caricaturistas supuestamente a manos de al-Qa’ida Yemen, las brutalidades de Dā‘ish (Estado Islámico) o de Boko Haram, se tratan casi siempre en los medios de comunicación sin mayor cuidado, sin tener en consideración ni la génesis, ni los contextos, ni la ideología de esa clase de grupos, o el tipo de dificultades interpretativas que existen cuando alguno de ellos se declara a sí mismo legítimo seguidor de la ley islámica (sharía).

En todos los casos aludidos el salvajismo y la violencia se asocian de inmediato al islam. La percepción generalizada es, en efecto, que los musulmanes son gente violenta o, cuando menos, conflictiva. Sin embargo, aunque claramente hay sectores muy violentos que se conciben a sí mismos como islámicos, en realidad el islam no se reduce a ellos. Ha de admitirse, en definitiva, que el islam es una religión y un proyecto político con un sinnúmero de complejidades que encuentran su origen en la falta de un consenso en una metodología adecuada para interpretar la ley religiosa. Este aspecto y los problemas regionales de cada país y cada zona en donde existe población musulmana, hacen que lo que aquí he denominado el “factor islámico” sea muchas veces difícil de descifrar. No es sorpresivo, por lo tanto, que con frecuencia los juicios y apreciaciones que se pronuncian en distintos medios y contextos tiendan a simplificar, generalizar y, en el peor de los casos, a distorsionar lo referente a una religión que ya es por sí misma intrincada. 

Un ejemplo de la simplificación y la falta de precisión en la que incurren ciertos medios de comunicación es la entrevista que dos arrogantes presentadores de CNN hicieran a Reza Aslan, y que circula por la internet. Reza Aslan advierte acerca de los riesgos de la generalización y de la tendencia tan habitual a referirse al islam como si fuese un bloque monolítico. Sin el matiz y la precisión que se requiere en este tipo de análisis es fácil incurrir en los equívocos, los estereotipos, y en juicios poco afortunados construidos desde la distinción entre “ellos” y “nosotros” —una bipartición maniquea que tiende a legitimar erróneamente la confusa percepción de la mayoría.

Espero que la relectura de Voltaire sirva para rescatar el difícil arte del matiz en la construcción de nuestros juicios éticos y políticos, y que sus nuevos lectores no le reduzcan a una burda defensa de la libertad de expresión (“Yo soy Charlie Hebdo”) y a un ataque contra la intolerancia que desafortunadamente sigue existiendo en varios sectores religiosos y no religiosos. El análisis que hace Voltaire en su tratado del caso de Jean Calas es ejemplar para reconocer que el origen de la intolerancia también podría ser la falta de discernimiento y los juicios precipitados.

El asesinato de Calas, cometido en Toulouse en 1762 es, como dice Voltaire, un extraño caso de religión, suicidio y parricidio; “se trataba de saber, dice, si un padre y una madre habían estrangulado a su hijo para agradar a Dios”. Jean Calas, un protestante dedicado al comercio, había aprobado la conversión de su hijo Marc-Antoine al catolicismo. El joven no pudo destacar profesionalmente ni obtener el título de abogado porque para ello se necesitaban en Toulouse certificados de catolicidad que no poseía. Decidió, en consecuencia, suicidarse en el sótano de su casa. Los padres, devastados, lloraban la muerte de su hijo mientras un tumulto de católicos violentos y supersticiosos se agolpaban afuera de su propiedad. A alguien entre la multitud se le ocurrió gritar que Jean Calas había ahorcado a su propio hijo como una muestra de odio hacia el catolicismo. Rápidamente toda la ciudad estaba convencida: un protestante había asesinado a su hijo converso. Un magistrado del pueblo, alterado por los rumores y por los ánimos caldeados de la gente, decidió encarcelar a la sirvienta católica de los Calas acusándole de complicidad, y a un joven amigo de la familia que casualmente había cenado con ellos la noche del suicidio, y a quien se le acusó también de participar en el supuesto crimen.

La historia no termina ahí. Llegó a decirse que Marc-Antoine había muerto calvinista; que por ser un suicida, su cuerpo debía ser arrastrado en el lodo; el párroco de la iglesia de san Esteban protestó cuando se enterró al muchacho en ese lugar y calificó el acto de profanación. En contraste, una de las cofradías del lugar hizo de Marc-Antoine un mártir consiguiendo con ello que se le mirara como un santo, se le rezara, se le pidieran milagros; incluso, dice Voltaire, un sacerdote arrancó los dientes del cadáver y los guardó como reliquias. Con todo, los jueces decidieron la ejecución pública de Jean Calas tras torturarlo en la rueda. Los excesos de la religión más santa, escribe Voltaire, habían ocasionado un gran crimen. Situaciones de este tipo son, tal como argumenta Voltaire, las que nos obligan a examinar si la religión es caritativa o bárbara. Y en efecto, en algunos sectores académicos e intelectuales se habla actualmente de la inmoralidad de las creencias religiosas y de cómo una sociedad civilizada debería erradicarlas. Voltaire no llegaría tan lejos. Fue un crítico implacable de la superstición religiosa pero a fin de cuentas se adhirió vehementemente, tal como lo indica el título de su tratado, a la tolerancia.

Voltaire confiaba en que los jueces de París llegarían a una resolución adecuada en el caso Calas y que tanto la memoria de Jean Calas como la honorabilidad de toda la familia serían puestas a salvo. De ahí el epígrafe con el que he comenzado esta nota. Un Estado laico fue capaz, según lo explica Voltaire, de imponer la razón por encima de la superstición. Este mismo Estado laico se enfrenta de nuevo a una situación en donde se confirma una vez más que el fanatismo es la causa de la intolerancia. El asesinato de caricaturistas, una acción sin duda desproporcionada y reprobable, generó una reacción inmediata en casi todo el mundo: el repudio hacia el atentado y la solidaridad con las víctimas. El eslogan “Yo soy Charlie Hebdo” dio la vuelta al mundo y generó un efecto polarizador como si verdaderamente las sátiras de esa revista representaran de modo absoluto los valores de las sociedades liberales. El evento se trató enseguida como un atentado contra la libertad de expresión y no faltó quien invocara el choque de civilizaciones.

Pocas voces críticas se atrevieron a decir “Yo no soy Charlie Hebdo”. Pocos se atrevieron a revisar lo sucedido resistiendo el peso de la opinión dominante construida sobre dos supuestos: (1) se trata de un ataque contra la libertad de expresión; (2) los agresores son terroristas islámicos. El problema, sin embargo, no es solamente el ataque a la libertad de expresión, sino el conflicto entre dos valores esenciales en toda sociedad liberal: la libertad de expresión y el principio de ofensa (o principio de daño, como le llama Stuart Mill en Sobre la libertad). El reto de los gobiernos democráticos es encontrar los mecanismos para defender el ejercicio responsable de la libertad de expresión, procurando que las formas en que nos expresamos no generen disturbios, violencia o discriminación. Esa es la razón por la que varios gobiernos y varios medios de comunicación evitan el uso de imágenes que inciten al racismo, la misoginia, la homofobia y el antisemitismo (judío y árabe); se evitan, también, imágenes que inciten al nazismo o al fascismo. La libertad de expresión es un derecho fundamental pero habría que contemplar si no debe ejercerse con responsabilidad teniendo en consideración que también existen normas de convivencia esenciales para evitar la ofensa, la confrontación, el racismo y la discriminación, actitudes que tarde o temprano culminan en tragedias como la de los caricaturistas.

El atentado en Charlie Hebdo no es en modo alguno el choque entre civilizaciones. Es el choque entre dos sectores intolerantes, cada uno a su manera. Es mucho más complejo, sin duda, comprender la lógica con la que opera un asesino motivado por cuestiones religiosas y políticas, que la lógica de un diario satírico que para muchos podría resultar, al final del día, inofensivo. Sin embargo, las consecuencias del atentado en cuestión superan el mero debate sobre la libertad de expresión y apuntan hacia una serie de problemas mucho más graves y difíciles de abordar: (1) ¿será cierto que el islam es un verdadero problema para Europa y en general para el denominado “mundo occidental”; (2) ¿es verdad, como ha insistido Finkielkraut, que los programas de integración de inmigrantes musulmanes han fracasado, y que la mano blanda de algunos gobernantes ha abierto la puerta a la islamización de Europa?; (3) ¿ha sido ingenuo, como señalan algunos conservadores, el llamado de algunos académicos, políticos e intelectuales a discernir entre los musulmanes y los integristas islámicos?; (4) ¿existe alguna forma de evitar la confrontación violenta con sectores islámicos?; ¿es justa la reacción de quienes, como PEGIDA en Alemania, han promovido sentimientos de odio y repudio hacia el islam?

Creo que estas cuestiones han de abordarse seriamente en el debate público. Aunque la opinión está abierta para todos, los protagonistas centrales, sin embargo, habrían de ser verdaderos conocedores de la tradición islámica, capaces de generar reflexión y análisis desde una postura lo más neutra y objetiva. Han de incluirse, sin duda, musulmanes capaces de esclarecer desde el interior del propio islam los principios y la esencia de su religión. Han de evitarse, por otra parte, los juicios descalificativos o los intentos de interpretar una tradición distinta desde categorías que le son ajenas. Muchos analistas europeos y americanos han construido una imagen monolítica del mundo islámico así como, a la inversa, muchos sectores islámicos han concebido una visión monolítica de lo que denominan “mundo occidental”. Los mecanismos propios de una sociedad liberal para resolver cualquier clase de dificultades son los del diálogo y la construcción de acuerdos. El problema en el caso de los musulmanes, dirán algunos, es que al parecer no todos ellos comparten ese valor liberal. Quizá habría que pensar que el entendimiento mutuo no se impone sino que se construye, aunque implica tiempo y esfuerzo, en la convivencia cotidiana.

Aun así, ¿qué hacer con los sectores violentos? ¿Qué hacer con quienes en verdad están dispuestos a imponer su visión religiosa y política por medios salvajes y no desean convivir pacíficamente? La respuesta, sin duda alguna, es que debemos reprobar sus acciones y, efectivamente, contemplar medidas para neutralizarlos. Sin embargo, también cuando se toman decisiones de ese tipo el buen discernimiento es un requisito indispensable. El buen discernimiento comienza por el uso adecuado de los términos. El gobierno francés, por ejemplo, ha decidido evitar los términos “guerra contra el terrorismo”. El uso de los términos “guerra” y “terrorismo” es, en efecto, innecesario. La guerra implica intervención militar, cosa que no sucede en París. Es irresponsable, también, sugerir que Francia es víctima del terrorismo cuando lo que ha sucedido es un hecho aislado. Más irresponsable todavía es atribuir lo ocurrido al islam, como si todo musulmán estuviera dispuesto a asesinar caricaturistas.

El uso irresponsable de la palabra “islam” genera más violencia y más tensión. Los pronunciamientos en contra del islam se encuentran por doquier, en las redes sociales,  en los medios de comunicación y hasta en ambientes académicos. Algunos pronunciamientos son prácticamente absurdos. Lo grave es que algunos utilizan datos y referentes parcialmente verdaderos que generan odio y confusión en sociedades poco informadas. No puede negarse que hay grupos violentos que han construido su ideología desde determinada interpretación del Corán y la sharía. Sin embargo, en una religión con más de mil seiscientos millones de seguidores y sin una metodología de interpretación compartida o consensuada, es lógico que haya discrepancias, equívocos y posiciones extremas. Hay, pues, problemas graves en la manera en que se utiliza el término “islam” tanto al interior de los sectores islámicos como fuera de ellos.

Algunos equívocos han ido superándose con el paso del tiempo. Por ejemplo, en los siglos dieciocho y diecinueve era común dirigirse a los musulmanes como mahometanos, término equívoco porque los musulmanes no rinden culto a Mahoma. También en el siglo dieciocho comenzó a utilizarse el término “islamismo” para designar a los seguidores de la religión islámica. Así lo utilizó por ejemplo el propio Voltaire. Los musulmanes, sin embargo, nunca se han denominado a sí mismos islamistas. Se trata de una categoría inexistente en el islam clásico, de una etiqueta generada fuera de la tradición islámica aunque hoy por hoy se utiliza en algunos países musulmanes.   

En la actualidad es común encontrarse con publicaciones en las que islam e islamismo se usan indistintamente. Por lo general, el término “islamismo” se usa para designar grupos musulmanes con compromisos políticos que, en realidad, son de lo más heterogéneos. Así usado, el término podría ser innecesario porque desde sus orígenes el islam es una religión aunada a un proyecto político. Las distintas implicaciones que tiene dicho proyecto político es algo digno de análisis y con sus propias complejidades. Para algunos implica que la ley islámica es la que rige en países oficialmente musulmanes; para otros implica que las posturas políticas de un musulmán han de ser compatibles con su credo religioso (algo similar sucede con algunas formas de cristianismo); hay por otra parte quienes, efectivamente, pretenden que la ley islámica rija en el mundo entero y por ello pretenden instaurar un Estado islámico con afanes de dominación.

El islam, como todo credo religioso, permea todas las esferas vitales de una persona: su moral, su cultura, su economía y, obviamente, en sus posturas políticas. Cuando se dice que el problema de los musulmanes es que no han sabido separar política y religión, no se está entendiendo que ese tipo de categorías no operan en este caso. El islam es inseparable de una postura política. Sin embargo, dicha postura no es unívoca. Se habla de islamistas para referirse a grupos radicales con distintas tendencias e intereses, pero también son islamistas los movimientos de reforma que han impulsado la modernización del islam y su adaptación a formas de gobierno más democráticas. En otras palabras, en sentido propio cualquier iniciativa política inspirada en el islam, sea para endurecer la sharía o para innovar en el modo de interpretarla, es en realidad “islamista”. El término, sin embargo, se utiliza comúnmente de manera peyorativa para designar sólo a los sectores radicales o integristas, promotores de la violencia y la guerra en contra de quienes no comparten su interpretación unívoca de la sharía sin importar que las víctimas de sus agresiones sean incluso otros musulmanes. Los primeros en rechazar que se les denomine “islamistas” son esos grupos integristas que prefieren en realidad que se les llame islámicos. Su actitud ha contribuido a que los críticos del islam concluyan que no existen posturas moderadas ni pacíficas en esa religión, sino que el islam es uno solo, el de los integristas que se conciben a sí mismos como guardianes y promotores de la sharía. Los integristas han conseguido su objetivo, a saber, convencer a sus críticos de la necesidad de una confrontación violenta como si el islam y el llamado “mundo occidental” representaran formas homogéneas e incompatibles de entender la vida y la política.     

Las confusiones terminológicas, como puede verse, son graves. Por esta razón, lo más adecuado sería conservar el término “islam” para designar una religión que, junto con el judaísmo y el cristianismo, es una de las tradiciones monoteístas más importantes y que, al igual que sucede con aquéllas, no es una religión homogénea. Habría que evitar el uso del término “islamista” y a cambio referirse de manera concreta y específica al grupo o movimiento sobre el que se desea hablar: los salafistas o wahabíes de Arabia Saudita, al-Qa’ida, Boko Haram, Da’ish (Estado Islámico), Hezbola, Hamas, etcétera. Los intereses políticos de estos grupos son diversos y algunos de ellos incompatibles y antagónicos. El más complejo y alarmante en estos tiempos es Da’ish (al-Dawla al-Islāmīya), un movimiento altamente violento que al denominarse a sí mismo “islámico” desde su nombre, ha provocado el incremento de la descalificación generalizada hacia aquellos musulmanes que no comparten e incluso reprueban esa forma irracional y fanática de concebir el islam. La tendencia global a rechazar, atacar, odiar y denigrar al islam sin reconocer que hay musulmanes inocentes, es lo que se ha denominado “islamofobia”.

El uso de este último término se refiere pues, a grandes rasgos, a un sentimiento hostil hacia los sectores islámicos. Hay quienes piensan que no debería utilizarse porque parece que es una manera de infiltrar un término en el espacio público que tarde o temprano derivará en la condena hacia cualquier crítica que se haga en contra del islam. Si nos acostumbramos al uso de este término, sugieren sus críticos, llegará el momento en que el islam se vuelva intocable. Sucederá, en otras palabras, algo muy similar a lo que pasa cuando alguien emite algún juicio crítico en contra de la tradición judía y se le acusa de inmediato de antisemitismo. Los partidarios de la absoluta libertad de expresión piensan que el miedo a herir susceptibilidades coarta la libertad de criticar o discrepar con planteamientos, en este caso religiosos, o al menos ello obligaría a la autocensura. Es por ello que, a pesar de la presión ejercido por la Organización de Cooperación Islámica, asociaciones y organizaciones como la propia ONU, se han negado a oficializar este término que lo que busca es blindar una religión contra cualquier tipo de crítica.   

Hay también quienes han sugerido que la hostilidad hacia los musulmanes habría de llamarse simplemente “xenofobia” o “racismo”, y entenderla como cualquier otro caso en donde un grupo dominante rechaza a un grupo racial. El problema es que el islam engloba distintos grupos raciales. La realidad es que el término está instaurado en el discurso cotidiano y será difícil evitarlo. Lo que habría de ser claro es que la crítica contra los sectores conflictivos e incluso el señalamiento de algunas discrepancias con las prácticas y costumbres que existen al interior del islam, no son signo de que alguien necesariamente sea islamofóbico. El término ha de acotarse y contextualizarse. De este modo, debería limitarse a referir ataques sistemáticos que, en vez de criticar con objetividad y conocimiento de causa los flancos criticables del islam, subrayan parcialmente prácticas y acontecimientos controvertidos con el afán de aumentar el miedo y el odio hacia los musulmanes. Otras religiones y grupos sociales también son vulnerables a este tipo de ataques.        

Es indispensable la detección y combate de los sectores violentos que en efecto alteran el orden mundial y atentan contra los derechos humanos básicos al asesinar salvajemente a toda clase de persona, sin el menor respeto a la humanidad. Hay que dirigirse a ellos en específico, evitando generalizaciones y abstracciones. Quienes emitimos opiniones públicas hemos de ser responsables al momento de pronunciarnos. De otro modo, la historia de Jean Calas puede repetirse en pleno siglo XXI. Lo propio de la racionalidad, sostuvieron Voltaire, Kant y muchos otros filósofos, es difundirse por todas partes; es imprescindible para la educación de la gente y para el progreso de la humanidad. Por ello, bien decía Kant, se requiere la supresión de toda censura y una completa libertad de publicar y expresarse. Asegurar que toda opinión sea tolerada es nada más ni nada menos que reconocer el libre albedrío y la mayoría de edad de todos los seres humanos, es decir, su dignidad. Esa misma racionalidad nos obliga a comprender distintos puntos de vista, a expresar los nuestros con responsabilidad, y a construir normas sociales para poder convivir en paz, y debatir con suficiente inteligencia y conocimiento de causa. Ello no implica que sea fácil superar en muchos casos el desacuerdo y las diferencias entre nuestras formas de pensar. Nunca he creído en el choque de civilizaciones. Veo, más bien, un choque entre la racionalidad y formas primitivas de pensar; veo también un choque, muy natural, entre distintas formas de racionalidad. Varias de ellas son conscientes de que la anulación absoluta del salvajismo es utópica y de que la razón no está del todo a salvo de sus propios dogmatismos. A pesar de ello, nuestra capacidad para superar conflictos de manera racional es indispensable para progresar en la construcción de un mundo cada vez más civilizado. En esta dinámica jamás terminaremos de defender, restablecer y sobre todo celebrar el valor de nuestra libertad.  (una versión más breve de este ensayo está publicada en http://horizontal.mx/islam-islamismo-islamofobia-una-delimitacion-de-los-terminos/)