En París la razón
puede más que el fanatismo, por grande que éste pueda ser,
mientras que en
provincias el fanatismo domina siempre a la razón.
Voltaire
Gallimard, una de las editoriales
francesas de mayor prestigio, ha decidido reeditar el Tratado sobre la tolerancia de Voltaire. Se dice en los
suplementos culturales de diversos diarios que a raíz de los atentados contra
los caricaturistas de la revista Charlie Hebdo, se ha renovado el interés de
los franceses en las ideas políticas de Voltaire. Hay quienes dicen, incluso,
que el tratado en cuestión ya es un best
seller. Publicado en 1763, el Tratado
sobre la tolerancia insiste en la incompatibilidad entre “tolerancia” y
“fanatismo” por una parte y, por otra, entre “razón” y “superstición”. La razón
conduce a la tolerancia, mientras que la superstición es la causa del
fanatismo. Esta especie de “axioma”, si es que puede llamársele así, aparece
también en el Discurso preliminar (1748)
de La Mettrie, en el Contrato Social (1762)
de Rousseau, y Voltaire insiste en él no sólo en su Tratado sobre la tolerancia sino también en su Diccionario Filosófico (1764). Tres premisas esenciales aparecen
recurrentemente en la literatura producida en tiempos del iluminismo francés:
(1) la intolerancia es el rasgo característico de las religiones, especialmente
del cristianismo (en nuestros tiempos se resaltaría, sin lugar a dudas, el
islam); (2) la intolerancia es la causa principal de la desintegración y la
violencia social; (3) la única prohibición que ha de existir en una sociedad
verdaderamente libre es la intolerancia.
A pesar de lo incómodas que las
religiones pueden resultar, las sociedades liberales se han decantado, en
general, por la defensa del pluralismo y la coexistencia entre distintos credos
y formas de pensar. En consecuencia, en dichas sociedades la libertad de culto
y la libertad de conciencia son valores tan importantes como la libertad de
expresión. El tratamiento de los sectores religiosos y el modo en que los
gobiernos se relacionan con ellos siguen siendo, sin embargo, temas delicados,
problemáticos y el origen de muchos conflictos. Inquieta en las esferas
políticas de varios países europeos —sobre todo los de gran tradición laicista—
y en muchos medios de comunicación, el “factor islámico”. Eventos como el
asesinato de los caricaturistas de Charlie Hebdo se suman a muchos otros
dramáticamente inquietantes y reprobables en los que el factor islámico se
combina con muchos otros aspectos de distinto orden —sociológico, económico,
político y cultural. El asesinato de los caricaturistas supuestamente a manos
de al-Qa’ida Yemen, las brutalidades de Dā‘ish
(Estado Islámico) o de Boko Haram, se tratan casi siempre en los medios de
comunicación sin mayor cuidado, sin tener en consideración ni la génesis, ni los
contextos, ni la ideología de esa clase de grupos, o el tipo de dificultades
interpretativas que existen cuando alguno de ellos se declara a sí mismo legítimo
seguidor de la ley islámica (sharía).
En todos los casos aludidos el
salvajismo y la violencia se asocian de inmediato al islam. La percepción
generalizada es, en efecto, que los musulmanes son gente violenta o, cuando
menos, conflictiva. Sin embargo, aunque claramente hay sectores muy violentos
que se conciben a sí mismos como islámicos, en realidad el islam no se reduce a
ellos. Ha de admitirse, en definitiva, que el islam es una religión y un
proyecto político con un sinnúmero de complejidades que encuentran su origen en
la falta de un consenso en una metodología adecuada para interpretar la ley
religiosa. Este aspecto y los problemas regionales de cada país y cada zona en
donde existe población musulmana, hacen que lo que aquí he denominado el
“factor islámico” sea muchas veces difícil de descifrar. No es sorpresivo, por
lo tanto, que con frecuencia los juicios y apreciaciones que se pronuncian en
distintos medios y contextos tiendan a simplificar, generalizar y, en el peor
de los casos, a distorsionar lo referente a una religión que ya es por sí misma
intrincada.
Un ejemplo de la simplificación y
la falta de precisión en la que incurren ciertos medios de comunicación es la
entrevista que dos arrogantes presentadores de CNN hicieran a Reza Aslan, y que
circula por la internet. Reza Aslan advierte acerca de los riesgos de la
generalización y de la tendencia tan habitual a referirse al islam como si
fuese un bloque monolítico. Sin el matiz y la precisión que se requiere en este
tipo de análisis es fácil incurrir en los equívocos, los estereotipos, y en
juicios poco afortunados construidos desde la distinción entre “ellos” y “nosotros”
—una bipartición maniquea que tiende a legitimar erróneamente la confusa
percepción de la mayoría.
Espero que la relectura de
Voltaire sirva para rescatar el difícil arte del matiz en la construcción de
nuestros juicios éticos y políticos, y que sus nuevos lectores no le reduzcan a
una burda defensa de la libertad de expresión (“Yo soy Charlie Hebdo”) y a un
ataque contra la intolerancia que desafortunadamente sigue existiendo en varios
sectores religiosos y no religiosos. El análisis que hace Voltaire en su
tratado del caso de Jean Calas es ejemplar para reconocer que el origen de la
intolerancia también podría ser la falta de discernimiento y los juicios
precipitados.
El asesinato de Calas, cometido en
Toulouse en 1762 es, como dice Voltaire, un extraño caso de religión, suicidio
y parricidio; “se trataba de saber, dice, si un padre y una madre habían
estrangulado a su hijo para agradar a Dios”. Jean Calas, un protestante
dedicado al comercio, había aprobado la conversión de su hijo Marc-Antoine al
catolicismo. El joven no pudo destacar profesionalmente ni obtener el título de
abogado porque para ello se necesitaban en Toulouse certificados de catolicidad
que no poseía. Decidió, en consecuencia, suicidarse en el sótano de su casa.
Los padres, devastados, lloraban la muerte de su hijo mientras un tumulto de
católicos violentos y supersticiosos se agolpaban afuera de su propiedad. A
alguien entre la multitud se le ocurrió gritar que Jean Calas había ahorcado a su
propio hijo como una muestra de odio hacia el catolicismo. Rápidamente toda la
ciudad estaba convencida: un protestante había asesinado a su hijo converso. Un
magistrado del pueblo, alterado por los rumores y por los ánimos caldeados de
la gente, decidió encarcelar a la sirvienta católica de los Calas acusándole de
complicidad, y a un joven amigo de la familia que casualmente había cenado con
ellos la noche del suicidio, y a quien se le acusó también de participar en el supuesto
crimen.
La historia no termina ahí. Llegó
a decirse que Marc-Antoine había muerto calvinista; que por ser un suicida, su
cuerpo debía ser arrastrado en el lodo; el párroco de la iglesia de san Esteban
protestó cuando se enterró al muchacho en ese lugar y calificó el acto de
profanación. En contraste, una de las cofradías del lugar hizo de Marc-Antoine
un mártir consiguiendo con ello que se le mirara como un santo, se le rezara,
se le pidieran milagros; incluso, dice Voltaire, un sacerdote arrancó los
dientes del cadáver y los guardó como reliquias. Con todo, los jueces
decidieron la ejecución pública de Jean Calas tras torturarlo en la rueda. Los
excesos de la religión más santa, escribe Voltaire, habían ocasionado un gran
crimen. Situaciones de este tipo son, tal como argumenta Voltaire, las que nos
obligan a examinar si la religión es caritativa o bárbara. Y en efecto, en
algunos sectores académicos e intelectuales se habla actualmente de la
inmoralidad de las creencias religiosas y de cómo una sociedad civilizada
debería erradicarlas. Voltaire no llegaría tan lejos. Fue un crítico implacable
de la superstición religiosa pero a fin de cuentas se adhirió vehementemente,
tal como lo indica el título de su tratado, a la tolerancia.
Voltaire confiaba en que los
jueces de París llegarían a una resolución adecuada en el caso Calas y que
tanto la memoria de Jean Calas como la honorabilidad de toda la familia serían
puestas a salvo. De ahí el epígrafe con el que he comenzado esta nota. Un
Estado laico fue capaz, según lo explica Voltaire, de imponer la razón por
encima de la superstición. Este mismo Estado laico se enfrenta de nuevo a una
situación en donde se confirma una vez más que el fanatismo es la causa de la
intolerancia. El asesinato de caricaturistas, una acción sin duda
desproporcionada y reprobable, generó una reacción inmediata en casi todo el
mundo: el repudio hacia el atentado y la solidaridad con las víctimas. El
eslogan “Yo soy Charlie Hebdo” dio la vuelta al mundo y generó un efecto polarizador
como si verdaderamente las sátiras de esa revista representaran de modo
absoluto los valores de las sociedades liberales. El evento se trató enseguida
como un atentado contra la libertad de expresión y no faltó quien invocara el
choque de civilizaciones.
Pocas voces críticas se atrevieron
a decir “Yo no soy Charlie Hebdo”. Pocos se atrevieron a revisar lo sucedido
resistiendo el peso de la opinión dominante construida sobre dos supuestos: (1)
se trata de un ataque contra la libertad de expresión; (2) los agresores son
terroristas islámicos. El problema, sin embargo, no es solamente el ataque a la
libertad de expresión, sino el conflicto entre dos valores esenciales en toda
sociedad liberal: la libertad de expresión y el principio de ofensa (o
principio de daño, como le llama Stuart Mill en Sobre la libertad). El reto de los gobiernos democráticos es
encontrar los mecanismos para defender el ejercicio responsable de la libertad
de expresión, procurando que las formas en que nos expresamos no generen disturbios,
violencia o discriminación. Esa es la razón por la que varios gobiernos y
varios medios de comunicación evitan el uso de imágenes que inciten al racismo,
la misoginia, la homofobia y el antisemitismo (judío y árabe); se evitan,
también, imágenes que inciten al nazismo o al fascismo. La libertad de
expresión es un derecho fundamental pero habría que contemplar si no debe
ejercerse con responsabilidad teniendo en consideración que también existen
normas de convivencia esenciales para evitar la ofensa, la confrontación, el
racismo y la discriminación, actitudes que tarde o temprano culminan en
tragedias como la de los caricaturistas.
El atentado en Charlie Hebdo no es
en modo alguno el choque entre civilizaciones. Es el choque entre dos sectores intolerantes,
cada uno a su manera. Es mucho más complejo, sin duda, comprender la lógica con
la que opera un asesino motivado por cuestiones religiosas y políticas, que la
lógica de un diario satírico que para muchos podría resultar, al final del día,
inofensivo. Sin embargo, las consecuencias del atentado en cuestión superan el
mero debate sobre la libertad de expresión y apuntan hacia una serie de
problemas mucho más graves y difíciles de abordar: (1) ¿será cierto que el
islam es un verdadero problema para Europa y en general para el denominado
“mundo occidental”; (2) ¿es verdad, como ha insistido Finkielkraut, que los
programas de integración de inmigrantes musulmanes han fracasado, y que la mano
blanda de algunos gobernantes ha abierto la puerta a la islamización de
Europa?; (3) ¿ha sido ingenuo, como señalan algunos conservadores, el llamado
de algunos académicos, políticos e intelectuales a discernir entre los
musulmanes y los integristas islámicos?; (4) ¿existe alguna forma de evitar la
confrontación violenta con sectores islámicos?; ¿es justa la reacción de
quienes, como PEGIDA en Alemania, han promovido sentimientos de odio y repudio
hacia el islam?
Creo que estas cuestiones han de
abordarse seriamente en el debate público. Aunque la opinión está abierta para
todos, los protagonistas centrales, sin embargo, habrían de ser verdaderos
conocedores de la tradición islámica, capaces de generar reflexión y análisis
desde una postura lo más neutra y objetiva. Han de incluirse, sin duda,
musulmanes capaces de esclarecer desde el interior del propio islam los
principios y la esencia de su religión. Han de evitarse, por otra parte, los
juicios descalificativos o los intentos de interpretar una tradición distinta
desde categorías que le son ajenas. Muchos analistas europeos y americanos han
construido una imagen monolítica del mundo islámico así como, a la inversa,
muchos sectores islámicos han concebido una visión monolítica de lo que
denominan “mundo occidental”. Los mecanismos propios de una sociedad liberal
para resolver cualquier clase de dificultades son los del diálogo y la
construcción de acuerdos. El problema en el caso de los musulmanes, dirán
algunos, es que al parecer no todos ellos comparten ese valor liberal. Quizá
habría que pensar que el entendimiento mutuo no se impone sino que se construye,
aunque implica tiempo y esfuerzo, en la convivencia cotidiana.
Aun así, ¿qué hacer con los
sectores violentos? ¿Qué hacer con quienes en verdad están dispuestos a imponer
su visión religiosa y política por medios salvajes y no desean convivir
pacíficamente? La respuesta, sin duda alguna, es que debemos reprobar sus
acciones y, efectivamente, contemplar medidas para neutralizarlos. Sin embargo,
también cuando se toman decisiones de ese tipo el buen discernimiento es un
requisito indispensable. El buen discernimiento comienza por el uso adecuado de
los términos. El gobierno francés, por ejemplo, ha decidido evitar los términos
“guerra contra el terrorismo”. El uso de los términos “guerra” y “terrorismo”
es, en efecto, innecesario. La guerra implica intervención militar, cosa que no
sucede en París. Es irresponsable, también, sugerir que Francia es víctima del
terrorismo cuando lo que ha sucedido es un hecho aislado. Más irresponsable
todavía es atribuir lo ocurrido al islam, como si todo musulmán estuviera
dispuesto a asesinar caricaturistas.
El uso irresponsable de la palabra
“islam” genera más violencia y más tensión. Los pronunciamientos en contra del
islam se encuentran por doquier, en las redes sociales, en los medios de comunicación y hasta en
ambientes académicos. Algunos pronunciamientos son prácticamente absurdos. Lo
grave es que algunos utilizan datos y referentes parcialmente verdaderos que
generan odio y confusión en sociedades poco informadas. No puede negarse que
hay grupos violentos que han construido su ideología desde determinada
interpretación del Corán y la sharía.
Sin embargo, en una religión con más de mil seiscientos millones de seguidores
y sin una metodología de interpretación compartida o consensuada, es lógico que
haya discrepancias, equívocos y posiciones extremas. Hay, pues, problemas
graves en la manera en que se utiliza el término “islam” tanto al interior de los
sectores islámicos como fuera de ellos.
Algunos equívocos han ido
superándose con el paso del tiempo. Por ejemplo, en los siglos dieciocho y
diecinueve era común dirigirse a los musulmanes como mahometanos, término
equívoco porque los musulmanes no rinden culto a Mahoma. También en el siglo
dieciocho comenzó a utilizarse el término “islamismo” para designar a los seguidores
de la religión islámica. Así lo utilizó por ejemplo el propio Voltaire. Los
musulmanes, sin embargo, nunca se han denominado a sí mismos islamistas. Se
trata de una categoría inexistente en el islam clásico, de una etiqueta
generada fuera de la tradición islámica aunque hoy por hoy se utiliza en
algunos países musulmanes.
En la actualidad es común
encontrarse con publicaciones en las que islam e islamismo se usan
indistintamente. Por lo general, el término “islamismo” se usa para designar grupos
musulmanes con compromisos políticos que, en realidad, son de lo más
heterogéneos. Así usado, el término podría ser innecesario porque desde sus
orígenes el islam es una religión aunada a un proyecto político. Las distintas
implicaciones que tiene dicho proyecto político es algo digno de análisis y con
sus propias complejidades. Para algunos implica que la ley islámica es la que
rige en países oficialmente musulmanes; para otros implica que las posturas
políticas de un musulmán han de ser compatibles con su credo religioso (algo
similar sucede con algunas formas de cristianismo); hay por otra parte quienes,
efectivamente, pretenden que la ley islámica rija en el mundo entero y por ello
pretenden instaurar un Estado islámico con afanes de dominación.
El islam, como todo credo
religioso, permea todas las esferas vitales de una persona: su moral, su
cultura, su economía y, obviamente, en sus posturas políticas. Cuando se dice que
el problema de los musulmanes es que no han sabido separar política y religión,
no se está entendiendo que ese tipo de categorías no operan en este caso. El
islam es inseparable de una postura política. Sin embargo, dicha postura no es
unívoca. Se habla de islamistas para referirse a grupos radicales con distintas
tendencias e intereses, pero también son islamistas los movimientos de reforma
que han impulsado la modernización del islam y su adaptación a formas de
gobierno más democráticas. En otras palabras, en sentido propio cualquier
iniciativa política inspirada en el islam, sea para endurecer la sharía o para innovar en el modo de
interpretarla, es en realidad “islamista”. El término, sin embargo, se utiliza
comúnmente de manera peyorativa para designar sólo a los sectores radicales o
integristas, promotores de la violencia y la guerra en contra de quienes no
comparten su interpretación unívoca de la sharía
sin importar que las víctimas de sus agresiones sean incluso otros musulmanes.
Los primeros en rechazar que se les denomine “islamistas” son esos grupos
integristas que prefieren en realidad que se les llame islámicos. Su actitud ha
contribuido a que los críticos del islam concluyan que no existen posturas moderadas
ni pacíficas en esa religión, sino que el islam es uno solo, el de los
integristas que se conciben a sí mismos como guardianes y promotores de la sharía. Los integristas han conseguido
su objetivo, a saber, convencer a sus críticos de la necesidad de una
confrontación violenta como si el islam y el llamado “mundo occidental”
representaran formas homogéneas e incompatibles de entender la vida y la
política.
Las confusiones terminológicas, como
puede verse, son graves. Por esta razón, lo más adecuado sería conservar el
término “islam” para designar una religión que, junto con el judaísmo y el
cristianismo, es una de las tradiciones monoteístas más importantes y que, al
igual que sucede con aquéllas, no es una religión homogénea. Habría que evitar
el uso del término “islamista” y a cambio referirse de manera concreta y específica
al grupo o movimiento sobre el que se desea hablar: los salafistas o wahabíes
de Arabia Saudita, al-Qa’ida, Boko Haram, Da’ish (Estado Islámico), Hezbola,
Hamas, etcétera. Los intereses políticos de estos grupos son diversos y algunos
de ellos incompatibles y antagónicos. El más complejo y alarmante en estos
tiempos es Da’ish (al-Dawla al-Islāmīya), un movimiento altamente violento que al
denominarse a sí mismo “islámico” desde su nombre, ha provocado el incremento
de la descalificación generalizada hacia aquellos musulmanes que no comparten e
incluso reprueban esa forma irracional y fanática de concebir el islam. La tendencia
global a rechazar, atacar, odiar y denigrar al islam sin reconocer que hay
musulmanes inocentes, es lo que se ha denominado “islamofobia”.
El uso de este último término se refiere pues, a
grandes rasgos, a un sentimiento hostil hacia los sectores islámicos. Hay
quienes piensan que no debería utilizarse porque parece que es una manera de
infiltrar un término en el espacio público que tarde o temprano derivará en la
condena hacia cualquier crítica que se haga en contra del islam. Si nos
acostumbramos al uso de este término, sugieren sus críticos, llegará el momento
en que el islam se vuelva intocable. Sucederá, en otras palabras, algo muy
similar a lo que pasa cuando alguien emite algún juicio crítico en contra de la
tradición judía y se le acusa de inmediato de antisemitismo. Los partidarios de
la absoluta libertad de expresión piensan que el miedo a herir
susceptibilidades coarta la libertad de criticar o discrepar con planteamientos,
en este caso religiosos, o al menos ello obligaría a la autocensura. Es por
ello que, a pesar de la presión ejercido por la Organización de Cooperación
Islámica, asociaciones y organizaciones como la propia ONU, se han negado a
oficializar este término que lo que busca es blindar una religión contra
cualquier tipo de crítica.
Hay también quienes han sugerido que la hostilidad
hacia los musulmanes habría de llamarse simplemente “xenofobia” o “racismo”, y
entenderla como cualquier otro caso en donde un grupo dominante rechaza a un
grupo racial. El problema es que el islam engloba distintos grupos raciales. La
realidad es que el término está instaurado en el discurso cotidiano y será
difícil evitarlo. Lo que habría de ser claro es que la crítica contra los sectores
conflictivos e incluso el señalamiento de algunas discrepancias con las
prácticas y costumbres que existen al interior del islam, no son signo de que
alguien necesariamente sea islamofóbico. El término ha de acotarse y
contextualizarse. De este modo, debería limitarse a referir ataques
sistemáticos que, en vez de criticar con objetividad y conocimiento de causa
los flancos criticables del islam, subrayan parcialmente prácticas y
acontecimientos controvertidos con el afán de aumentar el miedo y el odio hacia
los musulmanes. Otras religiones y grupos sociales también son vulnerables a
este tipo de ataques.
Es indispensable la detección
y combate de los sectores violentos que en efecto alteran el orden mundial y
atentan contra los derechos humanos básicos al asesinar salvajemente a toda
clase de persona, sin el menor respeto a la humanidad. Hay que dirigirse a
ellos en específico, evitando generalizaciones y abstracciones. Quienes
emitimos opiniones públicas hemos de ser responsables al momento de
pronunciarnos. De otro modo, la historia de Jean Calas puede repetirse en pleno
siglo XXI. Lo propio de la racionalidad, sostuvieron Voltaire, Kant y muchos
otros filósofos, es difundirse por todas partes; es imprescindible para la
educación de la gente y para el progreso de la humanidad. Por ello, bien decía
Kant, se requiere la supresión de toda censura y una completa libertad de
publicar y expresarse. Asegurar que toda opinión sea tolerada es nada más ni
nada menos que reconocer el libre albedrío y la mayoría de edad de todos los
seres humanos, es decir, su dignidad. Esa misma racionalidad nos obliga a
comprender distintos puntos de vista, a expresar los nuestros con
responsabilidad, y a construir normas sociales para poder convivir en paz, y
debatir con suficiente inteligencia y conocimiento de causa. Ello no implica
que sea fácil superar en muchos casos el desacuerdo y las diferencias entre
nuestras formas de pensar. Nunca he creído en el choque de civilizaciones. Veo,
más bien, un choque entre la racionalidad y formas primitivas de pensar; veo
también un choque, muy natural, entre distintas formas de racionalidad. Varias
de ellas son conscientes de que la anulación absoluta del salvajismo es utópica
y de que la razón no está del todo a salvo de sus propios dogmatismos. A pesar
de ello, nuestra capacidad para superar conflictos de manera racional es
indispensable para progresar en la construcción de un mundo cada vez más
civilizado. En esta dinámica jamás terminaremos de defender, restablecer y
sobre todo celebrar el valor de nuestra libertad. (una versión más breve de este ensayo está publicada en http://horizontal.mx/islam-islamismo-islamofobia-una-delimitacion-de-los-terminos/)