El Islam rechazó la representación de seres animados. No hay una prohibición expresa en el Corán. Sin embargo, la tradición interpretó que un artista no debía competir con el único Dios-Creador, que no podía reducirse la imagen de Alá a la naturaleza creada y que imágenes de seres vivos fácilmente conducirían a la idolatría. Por esta razón, el papel de la arquitectura es fundamental para los musulmanes: las mezquitas que vemos en Turquía, Marruecos o cualquier país del Medio Oriente son sublimes e imponentes, al igual que los Palacios. También hay, claro, pintores y escultores musulmanes, pero su oficio se redujo, desde el siglo VIII, a la ornamentación al servicio de los arquitectos. Desde que “el arte por el arte” se censuró, los musulmanes buscaron la belleza artística en la escritura, en la caligrafía. Con una pluma (kalam) de doble punta con distinto grosor, tinta de hollín de humo, un tintero de loza y papel de tela de lino o cáñamo, el calígrafo-pintor se convertiría en uno de los protagonistas principales del arte islámico.
Posiblemente, el tratado más antiguo sobre caligrafía
árabe-islámica es el de Ibn Qutayba (828-889). Éste contiene descripciones
detalladas sobre la preparación del papel, la tinta, el cálamo y, además, la
presentación de diversos estilos caligráficos. Ese escrito se conoció en
Al-Andalus. Ahí, el personaje más importante en el desarrollo de la caligrafía
árabe es Abu Hayyan al-Tawhidi (muerto en el 1010). Filósofo, artista y
místico, Tawhidi juega, además, un papel definitivo en la transmisión de lo que
podríamos denominar —con algún anacronismo— la “estética árabe-musulmana”. Sus
reflexiones sobre la belleza son extraordinarias: ¿qué es una forma bella?, se
pregunta. ¿Es la belleza una forma del alma o es que esta realidad mundana es
bella por sí misma? La respuesta apunta hacia la unión de los objetos armónicos
(aquellos cuyas partes son perfectas, armónicas y agradables al alma) y el equilibrio
de nuestro temperamento. Es verdad que hay belleza en ciertos objetos, en los
colores, las figuras y las armonías; pero ello no basta: un alma desequilibrada
no sería capaz de apreciar lo bello.
Tawhidi redactó un tratado sobre la importancia de la
caligrafía artística. Se sabe que trabajó en la industria del libro y, por lo
tanto, sus técnicas y recomendaciones se llevaron a la práctica. Risāla fī
‘ilm al-Kitāba es el título original de este escrito de inspiración sufí.
En él encontramos diez normas para la creación caligráfica basadas en las
siguientes cualidades: claridad, armonía, precisión, elegancia, concordancia.
Pero, además, Tawhidi reúne diversas opiniones de los sabios acerca de las
condiciones anímicas que se requieren para conseguir una buena caligrafía: se
debe evitar la fatiga y el cansancio, pues ello impediría sujetar con firmeza
el cálamo; es necesario adiestrar la mano para dejarse arrastrar por el vaivén
de los trazos y que las letras se plasmen con elegancia y sutileza; es
importante, también, que el calígrafo haya sido educado sensorialmente (la
educación de los sentidos está unida a la fineza del alma). Esta última idea es
fundamental para los calígrafos y para los músicos: el verdadero artista
vincula la armonía del alma con la de los sentidos.
La caligrafía también tiene una dimensión espiritual. Esta
vez, las fuentes de Tawhidi no son los sabios árabes. Son los griegos: para
Euclides es la caligrafía una geometría espiritual; para Homero una
manifestación del intelecto a través del cálamo; según Galeno, prescribe la
dieta del alma. Incluso, se adjudica a Platón y Aristóteles algunos pasajes
que, hasta dónde sé, no aparecen ni en el corpus platónico ni en el
aristotélico. ¿Habrá dicho Platón que la caligrafía es el regocijo de los
sentidos? ¿Habrá pensado Aristóteles que la caligrafía era la causa formal de
la elocuencia?
Existe en el tratado de Tawhidi ciertas consideraciones
éticas: la bella caligrafía es un signo de buen talante moral; la fealdad en la
escritura es signo de maldad. El buen escribano es gran orador, el malo es
seguramente un tartamudo. Y por si fuera poco, la bella escritura hace más
clara la verdad. Es el califa al-Mumun quien, según Tawhidi, afirma: “es la
caligrafía el jardín del saber, del conocimiento el corazón, una rama del saber
y de la elocuencia su brocado”.
Ibn al-Said de Badajoz (1052-1127) aconseja ciertas
cuestiones que todo buen escribano (y en nuestros días, todo buen impresor)
debería escuchar: letra clara, sólida y preciosa con una tinta apropiada (que
no se borre demasiado pronto), una buena medición en el folio del pergamino. De
este modo, con márgenes blancos arriba y abajo, a la derecha y la izquierda,
podrá relucir la escritura bien centrada.
Ibn Jaldun (1332-1406) también dedica algunas páginas de
sus obras al arte de la caligrafía. Este historiador nos cuenta que los
primeros califas eran analfabetas y no necesitaban de la escritura para
administrar sus imperios. Sin embargo, cuando la administración se hizo más
difícil con la extensión del imperio y el poder monárquico, hubo que llevar los
asuntos por escrito y, por tanto, surgió la figura del escribano.
Paulatinamente, la caligrafía se convirtió en un arte. A Ibn Jaldun debemos la
historia de la caligrafía árabe. En sus consideraciones menciona el
analfabetismo del Profeta (la religión está por encima de la caligrafía) y
también que algunos hayan ensalzado la caligrafía de los primeros manuscritos
del Corán, sin percatarse de que aquello no era más que un acumulado de errores
ortográficos. Pero además de estas consideraciones histórico-religiosas, Ibn
Jaldun se detiene, como Ibn al-Said, en una cuestión moral: “tu mano escribirá
solamente el bien porque lo que escribas permanecerá para la posteridad”.
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