Festín del deseo. Hacia una teología alimentaria de Ángel F. Méndez Montoya es un
libro ecléctico. Desfilan por sus páginas innumerables observaciones teológicas
y filosóficas, éticas y antropológicas, gastronómicas y gastrosóficas. El
eclecticismo, tal como lo entiendo, esto es, no como un cúmulo desarticulado de
ideas filosóficas, sino como un entramado de valoraciones y argumentos abiertos
y flexibles, ordenados de manera inteligente con la finalidad de mostrar cuán
complejo puede ser interpretar el mundo, es a mi juicio la única manera de
pensar con seriedad y sin dogmatismos. El mole, un platillo central en el libro
de Ángel, es, en efecto, un guiso ecléctico. Acaso por ello, un buen mole puede
ser revelador y persuasivo, seductor. Envidio los libros que, como éste,
encuentran en experiencias tan gozosas como la comida y la literatura, una
ocasión propicia para transitar de la filosofía a la teología. Se trata, claro
está, de una envidia saludable y placentera. Festín del deseo trata, como se lee en el subtítulo, de los
alimentos. En concreto, de una teología alimentaria, tema que podría sonar
extravagante en el mejor de los casos, y frívolo en el peor. Sin embargo, ni
frívolo ni extravagante. Ángel Méndez defiende la vocación alimentaria de la
teología. Esta vocación consiste en instaurar el banquete eucarístico como
centro del cristianismo católico.
Comer el cuerpo y
beber la sangre de Cristo, eso, con todo respeto, sí es extravagante. En la que
podría considerarse la primera historia del cristianismo escrita por un
musulmán, Abd al-Yabbār un teólogo mutazilíe del siglo
décimo, se cuestiona esa práctica de los cristianos. Si para un musulmán ya es
extravagante creer en la Encarnación y en la Trinidad, imaginemos cuán raro le
resultará comerse a Dios y beberse su sangre, esta última una práctica
prohibida por el Levítico.
¿Cómo puede una teología
alimentaria esclarecer el banquete eucarístico? Para dar una respuesta se
precisa argumentar, primero, que los alimentos no son “sólo comida”. Comer, como bien lo explica Ángel, es un acto
que trasciende la pura satisfacción de una necesidad biológica. Comer también
nos transforma psicológica, afectiva y espiritualmente. La comida es una
ceremonia, una tradición comunitaria en la que confluyen al menos cuatro
dimensiones: la estética, la ética, la política y, por supuesto, la espiritual.
Comer es apropiarse de los alimentos y al mismo tiempo dejarnos poseer por
ellos. En este sentido, la comida está cargada de significados sumamente
complejos, de símbolos detonados por experiencias sensitivas: por aromas,
sabores, texturas y hasta colores. El goce de la comida trasciende el ámbito de
los sentidos externos. Esto quiere decir que nos relacionamos con los alimentos
también imaginando, recordando, dejando que el goce sensitivo se apodere de
nuestros afectos y emociones. Los humanos, vaya paradoja, requerimos del placer
sensible para trasladarnos a una provincia invisible, sublime, y carnalmente
placentera. Kierkegaard, por ello, corregía un equívoco habitual hasta nuestros
días, a saber, que el cristianismo desprecia la sensualidad, cuando en
realidad, la sensualidad entró al mundo con el cristianismo. Y esto aparece
descrito de manera inmejorable en Festín
del deseo.
Ahora bien, con
frecuencia se asocia la sensualidad a la concupiscencia. Por ello, el rigorismo
moral se empeña en engendrar en las personas un carácter impasible, frío,
apático, flemático. El miedo a lo sensual se justifica, en parte, porque desde
siempre ha existido cierta clase de personas que se entusiasman con placeres
burdos y ordinarios y que en el fondo son tan insensibles como los primeros. Ni
uno ni otro. La teología alimentaria recurre al gozo que nos procura la comida
para iluminar nuestra comprensión del banquete eucarístico. Sin embargo, lejos
está de convertirse en una incitación a la gula. Ángel compone una analogía
atrevida: el arte de preparar molli
(mole) se asemeja al arte de hacer teología. El capítulo primero explora esta
analogía.
Existe en mi familia
tradición gastronómica. Heredé, de mi abuela y mi madre, amor y fascinación por
la comida. No sólo por los alimentos sino por todo lo que rodea a ese ritual:
los preparativos, la decoración de la mesa, la degustación, el maridaje,
etcétera. En mi familia la comida es importante. Mi madre murió hace cinco años.
El recuerdo de su sazón me llena de memorias gratas y, por supuesto, de una
nostalgia incurable. Mi madre preparaba, entre muchos otros platillos, un mole
exquisito. Y para ella, cocinar era también un ritual que preparaba con días de
anticipación: planeaba los guisos, compraba ingredientes, se encerraba por
horas en la cocina y toda la casa olía esa mezcla exquisita y adorable de
ingredientes. Mi esposa Claudia también es una gran cocinera. Nuestro deseo es
inculcar en nuestros hijos ese amor por la comida. Confesiones personales como
éstas, vienen al caso pues, en ese capítulo primero, Ángel narra el proceso de
preparación del mole de doña Soledad, una abuela de sesenta años que prepara un
mole que contiene treinta y tres ingredientes: entre éstos, ajo y cebolla
picados, almendras, avellanas, piñones, ciruela pasa, anís, canela molida,
ajonjolí, clavo de olor, chile ancho, chile mulato, chile pasilla, chocolate
amargo, azúcar morena, etcétera.
Ángel narra el proceso
de preparación, desde la compra de ingredientes, hasta obtener el platillo
final para compartirlo con sus amistades. Confiesa haber dedicado doce horas a
la preparación del mole. ¿En qué se parecen el mole y la teología? “Es evidente, escribe Ángel, que el mole y la
teología no son idénticos (…). No es mi intención colapsar las diferencias y
las distinciones claras que existen entre ellos. Tan solo deseo ampliar la
imaginación teológica con respecto a pensar y hablar de Dios, así como a
practicar la Eucaristía, la cual —creo firmemente— tiene que ver no sólo con la
razón, la fe, y la doctrina, sino que también es resultado de conjuntar
elementos o ingredientes complejos, como el cuerpo y los sentidos, la
materialidad y el Espíritu, la cultura, la construcción de significado, y una
mezcla divina-humana de deseos” (p. 43).
Hay quienes atribuyen
el origen del mole a sor Andrea de la Asunción, una monja del convento dominico
de Santa Rosa de Lima, a finales del siglo XVII en Puebla de los Ángeles; otros
más piensan que su creador fue fray Pascual Bailón. Sin embargo, Ángel indaga
en las raíces indígenas de este manjar que solía servirse en los banquetes
preparados para Moctezuma y era un arquetipo del alimento cósmico-divino, un
guiso que requiere del balance preciso de los ingredientes y de los nutrientes.
El mole es un platillo que necesita de un complejo proceso de preparación. Así
como el mole involucra muchos ingredientes en el que ninguno ha de predominar,
la teología alimentaria, tal como Ángel la entiende, “es un discurso híbrido
que también incluye una gran variedad de expresiones (actos de expresión) que comunican,
por ejemplo, música, pintura, arquitectura, liturgia, gestos, danza, de hecho,
cualquier acción social” (p. 67).
La teología
alimentaria es una teología estética puesto que involucra la materialidad de
los sentidos. Nos recuerda que, como el propio Cristo, somos una fusión de
cuerpo y espíritu. Hay, como es evidente, una dimensión estética del cuerpo, de
la carne que, como afirma Ángel, genera una exigencia ética: se trata de la
representación de lo bello como bueno. Y, en el caso de los alimentos, la
teología alimentaria nos recuerda que estamos llamados y obligados a erradicar
el hambre y la desnutrición. Dar de comer al otro, al que no tiene que comer,
es una acción que nos conduce a reflexionar sobre el cuidado del prójimo. Esto
me recuerda las palabras de Simone Weil en Echar
raíces:
Hace miles de años los egipcios creían que un alma no puede
justificarse después de la muerte si no es capaz de decir: <<No dejé a
nadie pasar hambre>>. Los cristianos saben que se exponen a que el propio
Cristo les diga un día: <<Tuve hambre y no me diste de comer>>.
Todo el mundo concibe el progreso, principalmente, como el paso de un estadio
de la sociedad en que las gentes no pasen hambre. Si la cuestión se plantea en
términos generales, nadie considerará inocente a un hombre que teniendo
alimento en abundancia y encontrando ante su puerta a alguien medio muerto de
hambre pase por su lado sin darle nada.
Es pues una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle pasar
hambre cuando se le puede socorrer.
Esta preocupación por
saciar el hambre del prójimo, es análoga a la preocupación de Dios por
nosotros, a saber, la de alimentarnos en la Eucaristía. La alimentación puede
ser corporal y también espiritual. El cuidado de los otros abarca, pues, desde
la asistencia espiritual y social hasta la satisfacción de las necesidades más
básicas como el alimento. En mi opinión, nuestra era ofrece dilemas éticos
extraordinariamente relevantes: si bien una de nuestras tantas obligaciones
morales es erradicar el hambre y la desnutrición, también hay que procurar una
distribución equitativa de los alimentos y, además, vigilar que su tratamiento
sanitario sea adecuado. Hoy, como nunca, los alimentos contaminados o alterados
químicamente, se han convertido en un factor de riesgo para la salud de las
personas. El cuidado de los alimentos, de los recursos naturales, especialmente
del agua, y la protección del planeta en general, es también un asunto
teológico, de la eco-teología, que nos llama a respetar la creación divina.
Pasando a otras
cuestiones, la analogía entre la preparación del mole y la teología
alimentaria, tratada en el capítulo primero, se vuelve más consistente en el
capítulo segundo, dedicado al sentido del gusto y al eros cognitivo. En efecto,
la degustación de los alimentos es una experiencia cognitiva. Pero
evidentemente, estamos ante una experiencia sensitiva en la que, como acertaron
los teóricos del gusto en el siglo XVIII, la imaginación y las emociones juegan
un papel esencial. Ángel no explora ni el sentido del gusto ni el deseo a
partir de las reflexiones de los estetas del dieciocho. No obstante, su visión
es similar. Ésta se compone de una epistemología y una ontología culinarias.
Tal como entiendo la propuesta de Ángel, entre la epistemología y la ontología
media la facultad del deseo. De la mano de la exitosa novela Como agua para chocolate, de Laura
Esquivel, Ángel muestra la íntima vinculación que existe entre la sensación
corporal y las emociones. Y aprovecha, también, para retomar un añejo problema
filosófico, a saber, el dualismo cartesiano. La degustación de los alimentos no
es mera información somática. Tampoco es cognición racional. Sin embargo, esto
último no quiere decir que se trate de una experiencia irracional. La
degustación de la comida es, a mi juicio, una prueba fehaciente del contenido
cognitivo de la percepción. Los sentidos operan y abren un universo infinito de
símbolos y sensaciones, de emociones y deseos. Tocamos los alimentos y
sobrepasamos el gusto y el tacto, los aromas y las texturas. La experiencia
física, corporal, se traslada al territorio de lo metafísico. Esta es, quizá,
lo mismo que sucede en el banquete eucarístico. En palabras del propio Ángel:
“La Eucaristía presenta el cuerpo como cuerpo de deseo: avanza hacia la
otredad, hacia otras inmediaciones corporales. En la Eucaristía, el cuerpo
individual físico y sensual es trazado o configurado por otras realidades más
complejas de la corporalidad: el cuerpo comunitario, el cuerpo eclesial y el
cuerpo divino” (p. 127).
La Eucaristía es el
corazón del catolicismo y es, precisamente, comunión, comunión con Dios y entre
los comulgantes. Por ello, tal como se explica en el capítulo tercero, Dios es
alimento de los hombres. Tal como lo indica Ángel a través de las palabras de
Schmemann: “[Dios] es amor divino hecho alimento, hecho vida para el hombre.
Somos lo que comemos, añade Ángel, pero nuestra hambre no es meramente apetito
material ni es tampoco puramente añoranza espiritual; es, en vez, deseo de
intimar con Dios, deseo que se satisface en la materialidad de un mundo
bendecido por Dios” (p. 150). Un mundo en el que compartir el alimento es
también compartir el cuerpo de Cristo. El capítulo cuarto explora la dimensión teopolítica
del alimento a partir de la novela de Isak Dinesen, El festín de Babette. Babette, una cocinera estupenda, es un
magnífico ejemplo de cómo pueden transfigurarse en una experiencia extática los
sentidos físicos de los comensales, de cómo a través de la comida, el alma y el
corazón de los humanos pueden aligerarse hasta verse iluminados, transformados,
sanados, y bien dispuestos para compartir con Dios y con el prójimo.
El alimento sí es
importante. Y para terminar de mostrarlo, Ángel elige una serie de pasajes
bíblicos en los que se relata el modo en que Dios convive con su pueblo a
través de los alimentos; pasajes, también, en los que Dios exige que
alimentemos a los pobres, a los hambrientos, a los infantes, a las viudas, a
los extranjeros. Ángel posee un talento excepcional para hacer teología. Así se
deja ver en la labor exegética de los pasajes seleccionados. La suya no se
reduce a la exégesis típica del teólogo sistemático. Va más allá: hacer
teología alimentaria es hacer teología viva. El banquete eucarístico necesita
hacerse vida. Así que si algo se agradece en este libro, es que nos hace ver
que la teología no se reduce a un conjunto de dogmas arcaicos y escolásticos,
explicados para una élite y no para una verdadera comunidad de creyentes. Sin
miedos, Ángel hace de la Eucaristía un verdadero banquete que se disfruta con
los sentidos.