lunes, 29 de diciembre de 2014

Ejercicios de la razón porosa



Cierta reclusión de la filosofía en la academia ha contribuido a la disociación entre cultura y filosofía. Por cultura suele entenderse un conjunto de creaciones y manifestaciones que ocurren en el terreno de las artes y las humanidades. En las revistas y suplementos culturales predominan las notas relacionadas con la literatura, la música, las artes plásticas, la historia, incluso, pero pocas veces con la filosofía. Una de las razones por las que esto sucede es que la mayor parte de los filósofos profesionales en nuestro país se dedican a la producción de libros y artículos de alta especialización, y pocas veces se ocupan de la divulgación. Esta disociación ha hecho de la filosofía una disciplina científica cuyas producciones se dirigen, en definitiva, a una comunidad muy reducida. Acaso por ello, los filósofos son poco leídos y su influencia en el ámbito de la cultura se desconoce, se echa de menos, o su existencia se somete a discusión (a este respecto véase, por ejemplo, el debate iniciado por Guillermo Hurtado en mayo de 2012 en la revista de filosofía Diánoia, de la Universidad Nacional Autónoma de México, y las sucesivas réplicas y comentarios que han ido apareciendo en números posteriores de esa misma publicación). Lo cierto es que en muchos sectores, no sólo en el cultural, también en el social, el político o el educativo, la labor de los filósofos mexicanos es prácticamente ignorada o, en el mejor de los casos, se alude a ella de manera tangencial.

¿Quiénes son los filósofos mexicanos? ¿En dónde están? ¿Qué han hecho en el último siglo? El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes publicó en 2013 el volumen La filosofía en México en el siglo XX. Apuntes de un participante, en donde Carlos Pereda reúne un conjunto de notas, ensayos, entrevistas, discusiones, análisis críticos acerca de algunos pensadores que podrían considerarse protagonistas destacados del desarrollo de la filosofía en México en el siglo XX (y también en lo poco que va del XXI). No es un libro de historia. Esto quiere decir que el lector no encontrará una exposición de las filiaciones, las influencias y las tesis más destacadas de los filósofos mexicanos. La aproximación de Carlos Pereda a la filosofía en México evita la disección de las ideas como si se tratase de piezas arqueológicas. Pereda está hablando de problemas, soluciones y argumentos que no fueron sino que son parte de la discusión filosófica y, por tanto, no pueden ser abordados desde la mirada de la historia explicativa, sino desde lo que él denomina “historia intelectual argumentada”. Pereda no juega el papel de un cronista ocupado en relatar desde el exterior lo que ha ido aconteciendo en la filosofía en México, sino que más bien, se comporta como un participante, un protagonista más que por lo tanto interviene de manera directa en el ambiente filosófico. Por ello, tras un breve “informe” sobre la filosofía en México en el siglo XX (primera parte), en donde distingue cuatro fases (la generación de los “fundadores”, la de los “transterrados”, la época de los “grandes bloques” y la “irrupción del archipiélago”), Pereda agrupa una serie de notas, apuntes, conversaciones, reseñas y discusiones (segunda parte) en donde se aborda la filosofía de personajes tan representativos como Antonio Gómez Robledo, Adolfo Sánchez Vázquez, Leopoldo Zea, Fernando Salmerón, Alejandro Rossi, Luis Villoro, Ramón Xirau, Juliana González, y algunos otros cuya carrera filosófica está todavía en curso como por ejemplo —y por mencionar unos cuantos— Olbeth Hansberg, Paulette Dieterlen, Mauricio Beuchot, Nora Rabotnikof, Ambrosio Velasco, Guillermo Hurtado, y otros más. 

La tercera parte está compuesta por un penetrante ensayo en colaboración con Gustavo Leyva, uno de los académicos mexicanos de mayor prestigio dedicado a la filosofía alemana, y trata precisamente sobre la recepción de ésta en México: la influencia del neokantismo, las aportaciones intelectuales de los fenomenólogos mexicanos y transterrados, la recepción mexicana de Hegel, Marx y Nietzsche. Se incluye en esta sección una breve reflexión sobre la filosofía de la liberación de Enrique Dussel. Las observaciones finales a esta tercera parte arriesgan una especie de diagnóstico sobre la situación de la filosofía en México y América Latina: si bien es cierto que hemos sido importadores de diversas concepciones y distintos modos de hacer filosofía, no hemos jugado un papel del todo pasivo; por ello, no es que hayamos sido colonizados por las filosofías extranjeras, sino que hemos sido capaces de mantener un diálogo muchas veces fecundo que nos ha permitido pensar en nuestro contexto con mayor visión y también con mayor complejidad. Sin embargo, esa tensión entre la filosofía importada y la nacional ha ocasionado algunos “vicios coloniales” como por ejemplo la tendencia muy debatible a hablar de una “filosofía mexicana”, como si la filosofía fuese una disciplina limitable a lo regional.     


Carlos Pereda es un filósofo de la academia. No obstante, lo que más atrae de su labor intelectual es el interés que desde siempre ha manifestado en traspasar los bordes y las fronteras del quehacer de la filosofía estrictamente académica para ocuparse de la lingüística, la literatura, la historia, la antropología (cuarta parte). En sus propias palabras, importa “volver porosa la razón tanto al mundo de la política, a las investigaciones de las ciencias o al desarrollo de las artes, como a las vicisitudes de la vida personal, incluyendo la vida afectiva”. Pereda no podría ser más claro: “(…) creo que la buena filosofía se hace con ejercicios de la razón porosa”. Entre las muchas virtudes y capacidades que despiertan admiración por Carlos Pereda —un filósofo extraordinario, un intelectual riguroso y un ser humano excepcional— hay algo que me parece particularmente ejemplar, a saber, su habilidad e interés en redactar artículos de filosofía técnicos sin despreciar otras formas de hacer filosofía como lo es la redacción de ensayos destinados a ampliar los horizontes públicos. En este sentido, Pereda es un filósofo que se ha resistido a creer en esa disociación a la que me refería al principio entre filosofía y cultura: si bien la filosofía es una disciplina científica, ello no significa que deba desvincularse de la vida corriente de los seres humanos. Su reciente libro es una muestra fehaciente de alguien que sabe reflexionar con suficiente agudeza sobre el papel que ha jugado, juega y debería jugar la filosofía en nuestro país.        

martes, 23 de diciembre de 2014

Usos y abusos de la cultura en México



¿A quién le importa la cultura en este país? Seguramente a muchas personas: los fines de semana suelen transitar por las librerías más conocidas un número nada despreciable de gente interesada en mirar libros (no se diga en la Feria del Libro de Minería o en la FIL en Guadalajara); los domingos es difícil visitar museos y contemplar en silencio y con  tranquilidad las obras que en ellos se exhiben; las filas para entrar a las muestras y festivales de cine son con frecuencia equiparables a los estrenos de alguna película infantil; las salas de conciertos rara vez tienen poca gente. Pero esto no significa que haya abundante interés en la cultura. En realidad, el sector de la población involucrado es insignificante si se tiene en cuenta el número de mexicanos. Ello explica que, a pesar de que a un puñado de ciudadanos les importa, el nivel cultural y educativo sigue siendo vergonzoso.

Por generaciones, la formación cultural en México ha sido deficiente. Las humanidades suelen ser tratadas desde el colegio como un añadido fastidioso, sin ninguna utilidad, y se le enseña a los estudiantes que lo prioritario es la adquisición de habilidades para destacar en el mundo productivo. En consecuencia, somos un país habituado al descrédito de la cultura. En los colegios, las clases de historia y literatura, y no se diga de educación musical, son más bien mediocres. Muchos perciben que, en general, la cultura es tratada de un modo un tanto marginal, cualquiera que sea el gobierno en turno. No puede decirse, en efecto, que el fomento y la creación de políticas funcionales en este rubro, sean y hayan sido prioridad. La situación de la cultura no es mejor ahora que hace treinta o cuarenta años. La presencia de Gabriel Zaid, siempre atento a este tema, ha sido fundamental para comprender los numerosos desaciertos —y uno que otro acierto— de los distintos funcionarios y organismos —públicos y privados— que toman decisiones relevantes en esta materia. La falta de políticas efectivas y bien planteadas ha sido tal, como lo ha denunciado tantas veces Zaid, que la cultura ha pasado al olvido y hemos llegado a un punto en el se ha vuelto necesario explicar, “aunque sea bochornoso, (…) lo que antes era obvio: la importancia de la cultura” (Zaid 2013: 31).

El panorama se vuelve más sombrío si se tiene en cuenta que el desinterés en aquélla se da en las instituciones educativas, desde la primaria hasta las universidades, y se da, también, en las propias instituciones gubernamentales destinadas a promoverla. En Dinero para la cultura, la compilación más reciente de artículos de Gabriel Zaid (Debate, 2013), se describe perfectamente la situación. Se trata de 69 capítulos compuestos a partir de 101 artículos publicados entre 1971 y 2013 en distintas revistas, periódicos y suplementos. Como es costumbre, la mente analítica de Zaid revisa minuciosamente el modo en que la cultura ha sido administrada. A lo largo de estas páginas se discute la problemática acerca de quién debería financiarla, se critican las políticas fallidas de gobiernos tanto del PRI como del PAN, se demanda claridad en los premios literarios, se explica por qué los programas de fomento a la lectura han fallado, por qué las instituciones educativas han marginado la cultura, por qué el periodismo cultural ha ido en picada, cómo ha sido que la dirección del Fondo de Cultura Económica se ha vuelto un capricho presidencial; se incluye también la revisión de las políticas relacionadas con el mercado del libro y las librerías, el fracaso de los programas de apertura de bibliotecas (sin libros), la estandarización de los libros de texto, el despilfarro de los tirajes excesivos, la cultura y el fisco; también se reúnen artículos en los que se habla de la cultura en la radio y la televisión.

Zaid es un crítico severo. Si hubiese que decir, en pocas palabras, de qué trata este libro, podría responderse que de los ‘usos, abusos y fracasos de la administración cultural en México’. Hay que decir, sin embargo, que junto a las críticas también aparecen las propuestas altamente valiosas que desde siempre han sido esenciales a los artículos de Zaid: con gran inteligencia y sentido común, alega a favor de un fondo para las artes, de una administración (inteligente y sensata, claro) de la cultura, del renacimiento de los verdaderos editores, de una “cultura libre” que realmente incida en el desarrollo democrático del país. ¿Por qué importa la cultura? Zaid ofrece varias respuestas a lo largo de los artículos que componen el libro. Importa porque es a través de ella que las personas adquieren mayor conciencia individual, social e histórica; porque así cultivan su inteligencia, su sensibilidad y sus emociones; porque crecen en libertad y poco a poco se vuelven capaces de comprenderse a sí mismas, su entorno, su comunidad, y a la condición humana en general.


Coincido con buena parte de los planteamientos de Gabriel Zaid. Una constante a lo largo de sus artículos es la tendencia a des-institucionalizar la cultura, a evitar en la medida de lo posible los controles gubernamentales o los monopolios de algunos organismos privados que han convertido algunas manifestaciones literarias y artísticas mediocres en productos lucrativos. En general, encuentro en su postura una tensión sumamente interesante: por una parte, es un libertario, es partidario de una “cultura libre” —anárquica, fragmentada, diversa, dispersa, dice, y, ¿por qué no?, añadiría, des-profesionalizada y des-institucionalizada; por otra parte, es un libertario moderado que no pretende derribar todo control institucional. Es, por decirlo claramente, un liberal que propone políticas culturales bien planteadas pero que ejerzan controles mínimos. La cultura es algo vivo; la administración burocrática y excesiva ha acelerado su deceso.       

lunes, 22 de diciembre de 2014

A propósito de una teología de los alimentos




Festín del deseo. Hacia una teología alimentaria de Ángel F. Méndez Montoya es un libro ecléctico. Desfilan por sus páginas innumerables observaciones teológicas y filosóficas, éticas y antropológicas, gastronómicas y gastrosóficas. El eclecticismo, tal como lo entiendo, esto es, no como un cúmulo desarticulado de ideas filosóficas, sino como un entramado de valoraciones y argumentos abiertos y flexibles, ordenados de manera inteligente con la finalidad de mostrar cuán complejo puede ser interpretar el mundo, es a mi juicio la única manera de pensar con seriedad y sin dogmatismos. El mole, un platillo central en el libro de Ángel, es, en efecto, un guiso ecléctico. Acaso por ello, un buen mole puede ser revelador y persuasivo, seductor. Envidio los libros que, como éste, encuentran en experiencias tan gozosas como la comida y la literatura, una ocasión propicia para transitar de la filosofía a la teología. Se trata, claro está, de una envidia saludable y placentera. Festín del deseo trata, como se lee en el subtítulo, de los alimentos. En concreto, de una teología alimentaria, tema que podría sonar extravagante en el mejor de los casos, y frívolo en el peor. Sin embargo, ni frívolo ni extravagante. Ángel Méndez defiende la vocación alimentaria de la teología. Esta vocación consiste en instaurar el banquete eucarístico como centro del cristianismo católico.

Comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo, eso, con todo respeto, sí es extravagante. En la que podría considerarse la primera historia del cristianismo escrita por un musulmán, Abd al-Yabbār un teólogo mutazilíe del siglo décimo, se cuestiona esa práctica de los cristianos. Si para un musulmán ya es extravagante creer en la Encarnación y en la Trinidad, imaginemos cuán raro le resultará comerse a Dios y beberse su sangre, esta última una práctica prohibida por el Levítico.

¿Cómo puede una teología alimentaria esclarecer el banquete eucarístico? Para dar una respuesta se precisa argumentar, primero, que los alimentos no son “sólo comida”.  Comer, como bien lo explica Ángel, es un acto que trasciende la pura satisfacción de una necesidad biológica. Comer también nos transforma psicológica, afectiva y espiritualmente. La comida es una ceremonia, una tradición comunitaria en la que confluyen al menos cuatro dimensiones: la estética, la ética, la política y, por supuesto, la espiritual. Comer es apropiarse de los alimentos y al mismo tiempo dejarnos poseer por ellos. En este sentido, la comida está cargada de significados sumamente complejos, de símbolos detonados por experiencias sensitivas: por aromas, sabores, texturas y hasta colores. El goce de la comida trasciende el ámbito de los sentidos externos. Esto quiere decir que nos relacionamos con los alimentos también imaginando, recordando, dejando que el goce sensitivo se apodere de nuestros afectos y emociones. Los humanos, vaya paradoja, requerimos del placer sensible para trasladarnos a una provincia invisible, sublime, y carnalmente placentera. Kierkegaard, por ello, corregía un equívoco habitual hasta nuestros días, a saber, que el cristianismo desprecia la sensualidad, cuando en realidad, la sensualidad entró al mundo con el cristianismo. Y esto aparece descrito de manera inmejorable en Festín del deseo.

Ahora bien, con frecuencia se asocia la sensualidad a la concupiscencia. Por ello, el rigorismo moral se empeña en engendrar en las personas un carácter impasible, frío, apático, flemático. El miedo a lo sensual se justifica, en parte, porque desde siempre ha existido cierta clase de personas que se entusiasman con placeres burdos y ordinarios y que en el fondo son tan insensibles como los primeros. Ni uno ni otro. La teología alimentaria recurre al gozo que nos procura la comida para iluminar nuestra comprensión del banquete eucarístico. Sin embargo, lejos está de convertirse en una incitación a la gula. Ángel compone una analogía atrevida: el arte de preparar molli (mole) se asemeja al arte de hacer teología. El capítulo primero explora esta analogía.

Existe en mi familia tradición gastronómica. Heredé, de mi abuela y mi madre, amor y fascinación por la comida. No sólo por los alimentos sino por todo lo que rodea a ese ritual: los preparativos, la decoración de la mesa, la degustación, el maridaje, etcétera. En mi familia la comida es importante. Mi madre murió hace cinco años. El recuerdo de su sazón me llena de memorias gratas y, por supuesto, de una nostalgia incurable. Mi madre preparaba, entre muchos otros platillos, un mole exquisito. Y para ella, cocinar era también un ritual que preparaba con días de anticipación: planeaba los guisos, compraba ingredientes, se encerraba por horas en la cocina y toda la casa olía esa mezcla exquisita y adorable de ingredientes. Mi esposa Claudia también es una gran cocinera. Nuestro deseo es inculcar en nuestros hijos ese amor por la comida. Confesiones personales como éstas, vienen al caso pues, en ese capítulo primero, Ángel narra el proceso de preparación del mole de doña Soledad, una abuela de sesenta años que prepara un mole que contiene treinta y tres ingredientes: entre éstos, ajo y cebolla picados, almendras, avellanas, piñones, ciruela pasa, anís, canela molida, ajonjolí, clavo de olor, chile ancho, chile mulato, chile pasilla, chocolate amargo, azúcar morena, etcétera.

Ángel narra el proceso de preparación, desde la compra de ingredientes, hasta obtener el platillo final para compartirlo con sus amistades. Confiesa haber dedicado doce horas a la preparación del mole. ¿En qué se parecen el mole y la teología?  “Es evidente, escribe Ángel, que el mole y la teología no son idénticos (…). No es mi intención colapsar las diferencias y las distinciones claras que existen entre ellos. Tan solo deseo ampliar la imaginación teológica con respecto a pensar y hablar de Dios, así como a practicar la Eucaristía, la cual —creo firmemente— tiene que ver no sólo con la razón, la fe, y la doctrina, sino que también es resultado de conjuntar elementos o ingredientes complejos, como el cuerpo y los sentidos, la materialidad y el Espíritu, la cultura, la construcción de significado, y una mezcla divina-humana de deseos” (p. 43).

Hay quienes atribuyen el origen del mole a sor Andrea de la Asunción, una monja del convento dominico de Santa Rosa de Lima, a finales del siglo XVII en Puebla de los Ángeles; otros más piensan que su creador fue fray Pascual Bailón. Sin embargo, Ángel indaga en las raíces indígenas de este manjar que solía servirse en los banquetes preparados para Moctezuma y era un arquetipo del alimento cósmico-divino, un guiso que requiere del balance preciso de los ingredientes y de los nutrientes. El mole es un platillo que necesita de un complejo proceso de preparación. Así como el mole involucra muchos ingredientes en el que ninguno ha de predominar, la teología alimentaria, tal como Ángel la entiende, “es un discurso híbrido que también incluye una gran variedad de expresiones (actos de expresión) que comunican, por ejemplo, música, pintura, arquitectura, liturgia, gestos, danza, de hecho, cualquier acción social” (p. 67).

La teología alimentaria es una teología estética puesto que involucra la materialidad de los sentidos. Nos recuerda que, como el propio Cristo, somos una fusión de cuerpo y espíritu. Hay, como es evidente, una dimensión estética del cuerpo, de la carne que, como afirma Ángel, genera una exigencia ética: se trata de la representación de lo bello como bueno. Y, en el caso de los alimentos, la teología alimentaria nos recuerda que estamos llamados y obligados a erradicar el hambre y la desnutrición. Dar de comer al otro, al que no tiene que comer, es una acción que nos conduce a reflexionar sobre el cuidado del prójimo. Esto me recuerda las palabras de Simone Weil en Echar raíces:

Hace miles de años los egipcios creían que un alma no puede justificarse después de la muerte si no es capaz de decir: <<No dejé a nadie pasar hambre>>. Los cristianos saben que se exponen a que el propio Cristo les diga un día: <<Tuve hambre y no me diste de comer>>. Todo el mundo concibe el progreso, principalmente, como el paso de un estadio de la sociedad en que las gentes no pasen hambre. Si la cuestión se plantea en términos generales, nadie considerará inocente a un hombre que teniendo alimento en abundancia y encontrando ante su puerta a alguien medio muerto de hambre pase por su lado sin darle nada.
Es pues una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle pasar hambre cuando se le puede socorrer.

Esta preocupación por saciar el hambre del prójimo, es análoga a la preocupación de Dios por nosotros, a saber, la de alimentarnos en la Eucaristía. La alimentación puede ser corporal y también espiritual. El cuidado de los otros abarca, pues, desde la asistencia espiritual y social hasta la satisfacción de las necesidades más básicas como el alimento. En mi opinión, nuestra era ofrece dilemas éticos extraordinariamente relevantes: si bien una de nuestras tantas obligaciones morales es erradicar el hambre y la desnutrición, también hay que procurar una distribución equitativa de los alimentos y, además, vigilar que su tratamiento sanitario sea adecuado. Hoy, como nunca, los alimentos contaminados o alterados químicamente, se han convertido en un factor de riesgo para la salud de las personas. El cuidado de los alimentos, de los recursos naturales, especialmente del agua, y la protección del planeta en general, es también un asunto teológico, de la eco-teología, que nos llama a respetar la creación divina.

Pasando a otras cuestiones, la analogía entre la preparación del mole y la teología alimentaria, tratada en el capítulo primero, se vuelve más consistente en el capítulo segundo, dedicado al sentido del gusto y al eros cognitivo. En efecto, la degustación de los alimentos es una experiencia cognitiva. Pero evidentemente, estamos ante una experiencia sensitiva en la que, como acertaron los teóricos del gusto en el siglo XVIII, la imaginación y las emociones juegan un papel esencial. Ángel no explora ni el sentido del gusto ni el deseo a partir de las reflexiones de los estetas del dieciocho. No obstante, su visión es similar. Ésta se compone de una epistemología y una ontología culinarias. Tal como entiendo la propuesta de Ángel, entre la epistemología y la ontología media la facultad del deseo. De la mano de la exitosa novela Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, Ángel muestra la íntima vinculación que existe entre la sensación corporal y las emociones. Y aprovecha, también, para retomar un añejo problema filosófico, a saber, el dualismo cartesiano. La degustación de los alimentos no es mera información somática. Tampoco es cognición racional. Sin embargo, esto último no quiere decir que se trate de una experiencia irracional. La degustación de la comida es, a mi juicio, una prueba fehaciente del contenido cognitivo de la percepción. Los sentidos operan y abren un universo infinito de símbolos y sensaciones, de emociones y deseos. Tocamos los alimentos y sobrepasamos el gusto y el tacto, los aromas y las texturas. La experiencia física, corporal, se traslada al territorio de lo metafísico. Esta es, quizá, lo mismo que sucede en el banquete eucarístico. En palabras del propio Ángel: “La Eucaristía presenta el cuerpo como cuerpo de deseo: avanza hacia la otredad, hacia otras inmediaciones corporales. En la Eucaristía, el cuerpo individual físico y sensual es trazado o configurado por otras realidades más complejas de la corporalidad: el cuerpo comunitario, el cuerpo eclesial y el cuerpo divino” (p. 127).

La Eucaristía es el corazón del catolicismo y es, precisamente, comunión, comunión con Dios y entre los comulgantes. Por ello, tal como se explica en el capítulo tercero, Dios es alimento de los hombres. Tal como lo indica Ángel a través de las palabras de Schmemann: “[Dios] es amor divino hecho alimento, hecho vida para el hombre. Somos lo que comemos, añade Ángel, pero nuestra hambre no es meramente apetito material ni es tampoco puramente añoranza espiritual; es, en vez, deseo de intimar con Dios, deseo que se satisface en la materialidad de un mundo bendecido por Dios” (p. 150). Un mundo en el que compartir el alimento es también compartir el cuerpo de Cristo. El capítulo cuarto explora la dimensión teopolítica del alimento a partir de la novela de Isak Dinesen, El festín de Babette. Babette, una cocinera estupenda, es un magnífico ejemplo de cómo pueden transfigurarse en una experiencia extática los sentidos físicos de los comensales, de cómo a través de la comida, el alma y el corazón de los humanos pueden aligerarse hasta verse iluminados, transformados, sanados, y bien dispuestos para compartir con Dios y con el prójimo.


El alimento sí es importante. Y para terminar de mostrarlo, Ángel elige una serie de pasajes bíblicos en los que se relata el modo en que Dios convive con su pueblo a través de los alimentos; pasajes, también, en los que Dios exige que alimentemos a los pobres, a los hambrientos, a los infantes, a las viudas, a los extranjeros. Ángel posee un talento excepcional para hacer teología. Así se deja ver en la labor exegética de los pasajes seleccionados. La suya no se reduce a la exégesis típica del teólogo sistemático. Va más allá: hacer teología alimentaria es hacer teología viva. El banquete eucarístico necesita hacerse vida. Así que si algo se agradece en este libro, es que nos hace ver que la teología no se reduce a un conjunto de dogmas arcaicos y escolásticos, explicados para una élite y no para una verdadera comunidad de creyentes. Sin miedos, Ángel hace de la Eucaristía un verdadero banquete que se disfruta con los sentidos.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Vestigios




La editorial Era publicó en 2013 Vestigios, de Javier Sicilia. Es el último —literalmente “el último”— libro de poesía que este poeta piensa publicar. Cuando su hijo Juan Francisco fue asesinado, Javier se encontraba en Filipinas y ahí recibió la trágica noticia. Entonces compuso el breve poema con el que cierra Vestigios y en donde anuncia paradójicamente su abandono a la poesía y su exilio en el silencio. Alguien calla, como lo ha dicho el propio Javier, porque ya no existen las palabras, porque se enfrenta a lo incomunicable. Los poetas, dueños de la palabra, portadores de mundos hechos de palabras, renuncian de forma radical a su vocación cuando incidentalmente penetran territorios inefables, ya sea el mal absoluto o el amor absoluto.

La renuncia de Javier a la poesía es lamentable. Los poemas que componen Vestigios evocan la religiosidad doliente y contestataria que tanto ha caracterizado la obra poética de este católico disidente. Este libro es particularmente importante, no sólo porque marca el final de la obra poética de Javier Sicilia. Es importante porque nos encontramos con un poeta de gran madurez que, a través de versos espléndidos, demanda la presencia de un dios escondido en un mundo carcomido y devastado por la violencia humana. Vestigios, como es lógico, es un libro de poemas muy íntimos. El poema con que finaliza el libro expresa el dolor, la angustia y la penumbra en la que Javier ha vivido desde su pérdida, y desde que decidió dar voz a las miles de personas que también han perdido a sus seres queridos en nuestro vergonzoso clima de violencia. No faltarán, estoy seguro, el rechazo y las críticas contra el libro. Javier es un personaje que de las márgenes pasó a convertirse en un crítico y activista cuyas posturas, muchas veces radicales, resultan incómodas. Independientemente de las simpatías y aversiones que Javier Sicilia pueda despertar ha de admitirse que la violencia en México, detonada durante el sexenio de Felipe Calderón, tiene dos momentos: antes y después de Sicilia. Antes, ‘los muertos’ no eran más que cifras, componentes de las estadísticas reportadas por el gobierno y los medios. Desde la aparición de Sicilia, esas cifras abstractas, adquieren una voz y entonces las experiencias de dolor comienzan a formar parte de la narrativa nacional. ‘Los muertos’ son personas, no son números: tienen rostros y tienen una biografía. La presencia de Sicilia es incómoda, especialmente para la pequeña burguesía y las esferas de poder, porque se ha encargado de mostrar que el “mal” no es una abstracción, el mal es real. A muchos —quienes se sienten todavía ajenos y lejanos al estado de emergencia en el que se encuentra este país— les molesta que alguien se atreva a sugerir que los muertos han muerto en verdad.

Varios se han preguntado por qué optar por el silencio. Javier ha respondido: “la respuesta está en el poema que escribí a mí hijo cuando me enteré de su asesinato”. El silencio es una respuesta a la inhumanidad. Así como Theodor Adorno sostenía que escribir poesía después de Auschwitz era un acto bárbaro, Sicilia ha declarado en muchos foros que cuando el exterminio de personas —sean judíos, mexicanos o latinoamericanos— se vuelve algo habitual, no resta sino sumirse en el abismo de la oscuridad. Ha dicho Javier: “Auschwitz, contra lo que podría pensarse, no es asunto de números, sino de intensidad: forma parte de cualquier víctima que repentinamente es golpeada por el mal y el imperio de su no significación. Cuando el mal cayó en mi vida de manera brutal en el asesinato de mi hijo Juan Francisco y de sus amigos, el silencio se me impuso de inmediato. Ante esa experiencia —la muerte de un hijo—, para la cual los milenios de humanidad no han podido crear una palabra que la contenga, las cosas dejaron de resonar en mi interior como si estuvieran vacías. Lo único que había allí, que continúa estando allí, es, como lo he escrito varias veces, “una sensación de desarraigo de la vida que se parece a (un estado atenuado de) la muerte y que resuena en la carne como un sufrimiento físico en donde falta el aire y duele el corazón; una especie de desorden biológico y psíquico (producido) por la liberación brutal de un amor cuyo objeto (me había sido) brutal e injustamente arrancado y (…) cuyo ultraje” me había abierto, en medio de la impotencia, a un vacío tan oscuro como la muerte misma”.

¿Qué puede decirse ante la experiencia del mal? No resta sino el insondable silencio. Parece entonces que la poesía no tiene sentido. En una de las presentaciones de Vestigios, Javier hacía notar que a lo largo de las caravanas que emprendió hacia el norte y sur del país, e incluso hacia Estados Unidos, cada uno de sus discursos comenzaba citando los versos de algún poeta. Y ésa era la clave para entender su mensaje. Sin embargo, nadie lo entendió. Ningún medio de comunicación hizo alusión a los poetas —salvo cuando citó a Bob Dylan. Eso es una prueba, decía Javier, de que los poetas ya no son escuchados, de que los poetas, tal como sostuvo Hölderlin, no tienen sentido en tiempos de miseria. Si el mundo se olvida de la poesía, ello es signo de que se ha extraviado en el mal y en la brutalidad. Es por ello que el exilio en el silencio resulta tan inquietante: es el triunfo de la barbarie, algo profundamente desesperanzador.