lunes, 22 de diciembre de 2014

A propósito de una teología de los alimentos




Festín del deseo. Hacia una teología alimentaria de Ángel F. Méndez Montoya es un libro ecléctico. Desfilan por sus páginas innumerables observaciones teológicas y filosóficas, éticas y antropológicas, gastronómicas y gastrosóficas. El eclecticismo, tal como lo entiendo, esto es, no como un cúmulo desarticulado de ideas filosóficas, sino como un entramado de valoraciones y argumentos abiertos y flexibles, ordenados de manera inteligente con la finalidad de mostrar cuán complejo puede ser interpretar el mundo, es a mi juicio la única manera de pensar con seriedad y sin dogmatismos. El mole, un platillo central en el libro de Ángel, es, en efecto, un guiso ecléctico. Acaso por ello, un buen mole puede ser revelador y persuasivo, seductor. Envidio los libros que, como éste, encuentran en experiencias tan gozosas como la comida y la literatura, una ocasión propicia para transitar de la filosofía a la teología. Se trata, claro está, de una envidia saludable y placentera. Festín del deseo trata, como se lee en el subtítulo, de los alimentos. En concreto, de una teología alimentaria, tema que podría sonar extravagante en el mejor de los casos, y frívolo en el peor. Sin embargo, ni frívolo ni extravagante. Ángel Méndez defiende la vocación alimentaria de la teología. Esta vocación consiste en instaurar el banquete eucarístico como centro del cristianismo católico.

Comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo, eso, con todo respeto, sí es extravagante. En la que podría considerarse la primera historia del cristianismo escrita por un musulmán, Abd al-Yabbār un teólogo mutazilíe del siglo décimo, se cuestiona esa práctica de los cristianos. Si para un musulmán ya es extravagante creer en la Encarnación y en la Trinidad, imaginemos cuán raro le resultará comerse a Dios y beberse su sangre, esta última una práctica prohibida por el Levítico.

¿Cómo puede una teología alimentaria esclarecer el banquete eucarístico? Para dar una respuesta se precisa argumentar, primero, que los alimentos no son “sólo comida”.  Comer, como bien lo explica Ángel, es un acto que trasciende la pura satisfacción de una necesidad biológica. Comer también nos transforma psicológica, afectiva y espiritualmente. La comida es una ceremonia, una tradición comunitaria en la que confluyen al menos cuatro dimensiones: la estética, la ética, la política y, por supuesto, la espiritual. Comer es apropiarse de los alimentos y al mismo tiempo dejarnos poseer por ellos. En este sentido, la comida está cargada de significados sumamente complejos, de símbolos detonados por experiencias sensitivas: por aromas, sabores, texturas y hasta colores. El goce de la comida trasciende el ámbito de los sentidos externos. Esto quiere decir que nos relacionamos con los alimentos también imaginando, recordando, dejando que el goce sensitivo se apodere de nuestros afectos y emociones. Los humanos, vaya paradoja, requerimos del placer sensible para trasladarnos a una provincia invisible, sublime, y carnalmente placentera. Kierkegaard, por ello, corregía un equívoco habitual hasta nuestros días, a saber, que el cristianismo desprecia la sensualidad, cuando en realidad, la sensualidad entró al mundo con el cristianismo. Y esto aparece descrito de manera inmejorable en Festín del deseo.

Ahora bien, con frecuencia se asocia la sensualidad a la concupiscencia. Por ello, el rigorismo moral se empeña en engendrar en las personas un carácter impasible, frío, apático, flemático. El miedo a lo sensual se justifica, en parte, porque desde siempre ha existido cierta clase de personas que se entusiasman con placeres burdos y ordinarios y que en el fondo son tan insensibles como los primeros. Ni uno ni otro. La teología alimentaria recurre al gozo que nos procura la comida para iluminar nuestra comprensión del banquete eucarístico. Sin embargo, lejos está de convertirse en una incitación a la gula. Ángel compone una analogía atrevida: el arte de preparar molli (mole) se asemeja al arte de hacer teología. El capítulo primero explora esta analogía.

Existe en mi familia tradición gastronómica. Heredé, de mi abuela y mi madre, amor y fascinación por la comida. No sólo por los alimentos sino por todo lo que rodea a ese ritual: los preparativos, la decoración de la mesa, la degustación, el maridaje, etcétera. En mi familia la comida es importante. Mi madre murió hace cinco años. El recuerdo de su sazón me llena de memorias gratas y, por supuesto, de una nostalgia incurable. Mi madre preparaba, entre muchos otros platillos, un mole exquisito. Y para ella, cocinar era también un ritual que preparaba con días de anticipación: planeaba los guisos, compraba ingredientes, se encerraba por horas en la cocina y toda la casa olía esa mezcla exquisita y adorable de ingredientes. Mi esposa Claudia también es una gran cocinera. Nuestro deseo es inculcar en nuestros hijos ese amor por la comida. Confesiones personales como éstas, vienen al caso pues, en ese capítulo primero, Ángel narra el proceso de preparación del mole de doña Soledad, una abuela de sesenta años que prepara un mole que contiene treinta y tres ingredientes: entre éstos, ajo y cebolla picados, almendras, avellanas, piñones, ciruela pasa, anís, canela molida, ajonjolí, clavo de olor, chile ancho, chile mulato, chile pasilla, chocolate amargo, azúcar morena, etcétera.

Ángel narra el proceso de preparación, desde la compra de ingredientes, hasta obtener el platillo final para compartirlo con sus amistades. Confiesa haber dedicado doce horas a la preparación del mole. ¿En qué se parecen el mole y la teología?  “Es evidente, escribe Ángel, que el mole y la teología no son idénticos (…). No es mi intención colapsar las diferencias y las distinciones claras que existen entre ellos. Tan solo deseo ampliar la imaginación teológica con respecto a pensar y hablar de Dios, así como a practicar la Eucaristía, la cual —creo firmemente— tiene que ver no sólo con la razón, la fe, y la doctrina, sino que también es resultado de conjuntar elementos o ingredientes complejos, como el cuerpo y los sentidos, la materialidad y el Espíritu, la cultura, la construcción de significado, y una mezcla divina-humana de deseos” (p. 43).

Hay quienes atribuyen el origen del mole a sor Andrea de la Asunción, una monja del convento dominico de Santa Rosa de Lima, a finales del siglo XVII en Puebla de los Ángeles; otros más piensan que su creador fue fray Pascual Bailón. Sin embargo, Ángel indaga en las raíces indígenas de este manjar que solía servirse en los banquetes preparados para Moctezuma y era un arquetipo del alimento cósmico-divino, un guiso que requiere del balance preciso de los ingredientes y de los nutrientes. El mole es un platillo que necesita de un complejo proceso de preparación. Así como el mole involucra muchos ingredientes en el que ninguno ha de predominar, la teología alimentaria, tal como Ángel la entiende, “es un discurso híbrido que también incluye una gran variedad de expresiones (actos de expresión) que comunican, por ejemplo, música, pintura, arquitectura, liturgia, gestos, danza, de hecho, cualquier acción social” (p. 67).

La teología alimentaria es una teología estética puesto que involucra la materialidad de los sentidos. Nos recuerda que, como el propio Cristo, somos una fusión de cuerpo y espíritu. Hay, como es evidente, una dimensión estética del cuerpo, de la carne que, como afirma Ángel, genera una exigencia ética: se trata de la representación de lo bello como bueno. Y, en el caso de los alimentos, la teología alimentaria nos recuerda que estamos llamados y obligados a erradicar el hambre y la desnutrición. Dar de comer al otro, al que no tiene que comer, es una acción que nos conduce a reflexionar sobre el cuidado del prójimo. Esto me recuerda las palabras de Simone Weil en Echar raíces:

Hace miles de años los egipcios creían que un alma no puede justificarse después de la muerte si no es capaz de decir: <<No dejé a nadie pasar hambre>>. Los cristianos saben que se exponen a que el propio Cristo les diga un día: <<Tuve hambre y no me diste de comer>>. Todo el mundo concibe el progreso, principalmente, como el paso de un estadio de la sociedad en que las gentes no pasen hambre. Si la cuestión se plantea en términos generales, nadie considerará inocente a un hombre que teniendo alimento en abundancia y encontrando ante su puerta a alguien medio muerto de hambre pase por su lado sin darle nada.
Es pues una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle pasar hambre cuando se le puede socorrer.

Esta preocupación por saciar el hambre del prójimo, es análoga a la preocupación de Dios por nosotros, a saber, la de alimentarnos en la Eucaristía. La alimentación puede ser corporal y también espiritual. El cuidado de los otros abarca, pues, desde la asistencia espiritual y social hasta la satisfacción de las necesidades más básicas como el alimento. En mi opinión, nuestra era ofrece dilemas éticos extraordinariamente relevantes: si bien una de nuestras tantas obligaciones morales es erradicar el hambre y la desnutrición, también hay que procurar una distribución equitativa de los alimentos y, además, vigilar que su tratamiento sanitario sea adecuado. Hoy, como nunca, los alimentos contaminados o alterados químicamente, se han convertido en un factor de riesgo para la salud de las personas. El cuidado de los alimentos, de los recursos naturales, especialmente del agua, y la protección del planeta en general, es también un asunto teológico, de la eco-teología, que nos llama a respetar la creación divina.

Pasando a otras cuestiones, la analogía entre la preparación del mole y la teología alimentaria, tratada en el capítulo primero, se vuelve más consistente en el capítulo segundo, dedicado al sentido del gusto y al eros cognitivo. En efecto, la degustación de los alimentos es una experiencia cognitiva. Pero evidentemente, estamos ante una experiencia sensitiva en la que, como acertaron los teóricos del gusto en el siglo XVIII, la imaginación y las emociones juegan un papel esencial. Ángel no explora ni el sentido del gusto ni el deseo a partir de las reflexiones de los estetas del dieciocho. No obstante, su visión es similar. Ésta se compone de una epistemología y una ontología culinarias. Tal como entiendo la propuesta de Ángel, entre la epistemología y la ontología media la facultad del deseo. De la mano de la exitosa novela Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, Ángel muestra la íntima vinculación que existe entre la sensación corporal y las emociones. Y aprovecha, también, para retomar un añejo problema filosófico, a saber, el dualismo cartesiano. La degustación de los alimentos no es mera información somática. Tampoco es cognición racional. Sin embargo, esto último no quiere decir que se trate de una experiencia irracional. La degustación de la comida es, a mi juicio, una prueba fehaciente del contenido cognitivo de la percepción. Los sentidos operan y abren un universo infinito de símbolos y sensaciones, de emociones y deseos. Tocamos los alimentos y sobrepasamos el gusto y el tacto, los aromas y las texturas. La experiencia física, corporal, se traslada al territorio de lo metafísico. Esta es, quizá, lo mismo que sucede en el banquete eucarístico. En palabras del propio Ángel: “La Eucaristía presenta el cuerpo como cuerpo de deseo: avanza hacia la otredad, hacia otras inmediaciones corporales. En la Eucaristía, el cuerpo individual físico y sensual es trazado o configurado por otras realidades más complejas de la corporalidad: el cuerpo comunitario, el cuerpo eclesial y el cuerpo divino” (p. 127).

La Eucaristía es el corazón del catolicismo y es, precisamente, comunión, comunión con Dios y entre los comulgantes. Por ello, tal como se explica en el capítulo tercero, Dios es alimento de los hombres. Tal como lo indica Ángel a través de las palabras de Schmemann: “[Dios] es amor divino hecho alimento, hecho vida para el hombre. Somos lo que comemos, añade Ángel, pero nuestra hambre no es meramente apetito material ni es tampoco puramente añoranza espiritual; es, en vez, deseo de intimar con Dios, deseo que se satisface en la materialidad de un mundo bendecido por Dios” (p. 150). Un mundo en el que compartir el alimento es también compartir el cuerpo de Cristo. El capítulo cuarto explora la dimensión teopolítica del alimento a partir de la novela de Isak Dinesen, El festín de Babette. Babette, una cocinera estupenda, es un magnífico ejemplo de cómo pueden transfigurarse en una experiencia extática los sentidos físicos de los comensales, de cómo a través de la comida, el alma y el corazón de los humanos pueden aligerarse hasta verse iluminados, transformados, sanados, y bien dispuestos para compartir con Dios y con el prójimo.


El alimento sí es importante. Y para terminar de mostrarlo, Ángel elige una serie de pasajes bíblicos en los que se relata el modo en que Dios convive con su pueblo a través de los alimentos; pasajes, también, en los que Dios exige que alimentemos a los pobres, a los hambrientos, a los infantes, a las viudas, a los extranjeros. Ángel posee un talento excepcional para hacer teología. Así se deja ver en la labor exegética de los pasajes seleccionados. La suya no se reduce a la exégesis típica del teólogo sistemático. Va más allá: hacer teología alimentaria es hacer teología viva. El banquete eucarístico necesita hacerse vida. Así que si algo se agradece en este libro, es que nos hace ver que la teología no se reduce a un conjunto de dogmas arcaicos y escolásticos, explicados para una élite y no para una verdadera comunidad de creyentes. Sin miedos, Ángel hace de la Eucaristía un verdadero banquete que se disfruta con los sentidos.

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